jueves, 10 de septiembre de 2015

XIII (IV)

IV

El auto en el que David se transportaba rodaba a su máxima capacidad, la luz de alarma del motor había estado encendida desde hacía una hora, sin embargo, Carlos decidió continuar hasta llegar a La Unión, y allí entrarían a un taller para que revisaran el estado del automóvil, pues habían pasado mala noche y se habían retrasado en su itinerario, temiendo no llegar a tiempo para la fecha que esperaban estar en Gachalá.

Sofía continuaba alegando y discutiendo con Carlos, parecía estar algo paranoica, tal vez por el hecho de llevar un extraño en su auto, cosa que David infirió. A pesar de esto, también discutían temas bastante personales, echando en cara detalles de su vida privada que nadie más que ellos debían conocer, por lo que David optó por hacer oídos sordos mientras el fuerte viento golpeaba su rostro y abrumaba sus sentidos.

En un determinado momento se escuchó una pequeña explosión proveniente del motor, por lo que empezó a brotar humo debajo del parachoques. Perdían velocidad a cada instante mientras Sofía, más asustada que nunca gritaba a Carlos a lo que él respondía con una sonrisa y modestas carcajadas.

Mientras la lengua de Sofía continuaba batiéndose en el aire, desparramando saliva como lava hirviente, Carlos se giró hacia David.

- Hemos de empujar hasta La Unión, compañero, dijo mientras obviaba las palabras hirientes, agudas como inyecciones, que emergían de su esposa.

David asintió agraciadamente y ambos descendieron de la camioneta.

Bajo el sol abrazador, sin ninguna nube que les permitiera descansar de su penetrante iluminación, impulsaron a carne viva su transporte, mientras Sofía se mordía los labios de la rabia que roía su interior tras el volante.

Afortunadamente faltaban menos de 5Km para llegar a La Unión, por lo que no demoraron demasiado en alcanzar la entrada del pueblo donde David se despidió presurosamente de Carlos, pues tenía una gran corazonada con respecto a Ka. Le sentía más cerca que nunca, su presencia le era casi perceptible.


Recorrió aceleradamente La Unión. Pronto llegaría el ocaso y todavía se encontraba allí, pensó en quedarse en un motel, pero decidió emprender camino pues esperaba encontrar un alma piadosa que le ayudara a continuar con premura su camino, más en el peor de los casos, debería acampar en algún sitio cercano a la carretera.



Pronto anochecería y el frío talante se colaba por entre los pliegues de las múltiples chaquetas que llevaba consigo. En su caminar pudo divisar un pequeño letrero en madera que anunciaba la capilla Santa Catalina.

- Allí podría pasar la noche, pensó.

Aunque su racionar era acertado, ni siquiera era capaz de imaginar lo que le depararía el camino y la forma en que esta fatídica noche de 21 de diciembre se develaría.

Caminó apresurado con el fin de ganar calor por la agitación, pero al virar hacia el sendero que le llevaría a la capilla. Tropezó con un cúmulo de nieve en el que a su lado emergía una flor nativa del Páramo con pétalos rojos, lo que llamó su atención.

Se agachó para recogerla y al arrancarla más el leve movimiento de tierra descubrió una mano.

Su corazón se heló instantáneamente y de un salto quedó sentado en medio de la autopista.

Se sostuvo sobre pies y manos, gateando como un pequeño animal, se acercó cauteloso, y empezó a descubrir el cuerpo que yacía inmóvil y paralizado, congelado en su totalidad.

Sus brazos, azules, adornados con sangre cristalizada que asemejaban lentejuelas rojizas que brillaban con destellos de luz. Sus piernas enmarcaban dos conos puntiagudos y sin forma, estalactitas de piedra rojiza tintadas por murciélagos que tomaban la sangre de animales salvajes y a su regreso le regurgitasen posados desde el techo, escurriendo trazos magenta desde la base hasta la punta.

David estaba completamente desprevenido y embriagado por un morbo que le causaba la acción de desenmarañar un cuerpo sin vida. No obstante temía descubrir el rostro de aquel cuerpo, sin embargo, la tentación y la curiosidad se apoderaron su ser y con un pañuelo empezó a limpiar donde se encontraba la cabeza de la mujer.

Primero emergieron sus labios azules, agrietados y serenos, luego su barbilla y pómulos, lacerados y con pequeñas piedritas todavía incrustadas en la superficie de la piel.

Cuando tuvo su rostro completamente descubierto, cayeron las lágrimas de David que se cristalizaban inmediatamente al tocar el suelo mullido, precipitándole a un shock nervioso instantáneo.

El cuerpo inerte de Caroline yacía frente a sí, sus ojos, todavía abiertos, demostraban la paz que llenaba el alma de David, más en esta ocasión, la opulenta llenura llegaba hasta el punto de oprimir su ser.

Le era imposible aceptar el hecho de haber perdido a su amada.


Se irguió con la mirada desorbitada, sus pasos eran imprecisos y tropezaba contra las ramas de los frailejones que sentía como manos sobre su hombro, en un intento desesperado para consolarle en un punto en el que toda voluntad de su ser se había desvanecido.

Caminó maquinalmente hacia la capilla, la cual se veía a lo lejos, derruida y en mal estado.

Un agujero en el techo dejaba colar la nieve al recinto, mientras David alistaba su carpa donde se disponía a dormitar en soledad.

Ya la oscuridad de la noche llenaba cada rincón de su estadía, su cuerpo tiritaba como arrebato físico en búsqueda de un calor corporal que nunca más hallaría pues la tibieza de la piel de Caroline se había perdido para siempre.

Sostenía en sus manos entumidas un encendedor que Ka le había regalado, daba vueltas entre sus dedos, prendiéndolo y apagándolo repetidamente, mientras los pensamientos fugaces atravesaban su mente sin poder contenerles.


Preparó una dosis, la calentó con el encendedor y sintió el sosiego fulminante recorrer sus venas como aceite hirviendo, sonrió y alzó los brazos denotando la forma de las caderas que algún día le enloquecieron, se hundía mientras el polietileno de su carpa le abrazaba sofocante.



- Te entrego mi cuerpo y espíritu, para que juntos, podamos ser uno en la eternidad.
                                                                                                                                                        

jueves, 3 de septiembre de 2015

Capítulo XII (III)

III

Caroline observaba meditabunda el paisaje que pasaba a gran velocidad en ruta hacia el páramo, la vegetación rodeaba la carretera, y veía cómo pequeñas aves se refugiaban entre las copas de los árboles, donde sus pequeñas crías le esperaban hambrientas.

Tras haber dejado a sus últimos acompañantes quienes viraron hacia Arrayan, estuvo caminando durante varias horas, hasta que finalmente una pequeña familia con una hija única le recogieron, pues su ruta les llevaba hasta La Unión a donde irían a acampar por el fin de semana.

Ka había contado con mejor suerte que David, pues en ninguna ocasión se había visto obligada a escapar de quien le brindaba una mano en cuanto a su movilización. Sin embargo, algo le atormentaba. Quienes le recogían, se veían terriblemente ensimismados al encontrarse en su compañía, sus ojos se deslizaban perturbados en un intento por evadir el contacto visual con ella, lo que notaba fácilmente más a razón del favor que le estaban brindando, no era capaz de reprochar, ni siquiera cuestionar, el por qué de su actuar.

La familia con la que ahora viajaba no era la excepción, la hija dormía, o pretendía dormir plácidamente, mientras el papá conducía y, aunque quisiese, no despegaría sus ojos de la carretera. No obstante la madre intercambió varias palabras con Ka, aunque al notar el aura que de ella emanaba, se decidió por recostar su cabeza y retomar su pasado que, con tanto sosiego, atravesaba sus pensamientos mientras el viento gélido golpeaba delicadamente su cabello, ondeando, dejando destellos dorados en direcciones aleatorias.

Hacía varias horas que habían pasado Ubaque, Ka se hallaba en una gran incomodidad, pues los asientos le colocaban en una posición bastante inapropiada para viajar. Su espalda dolía y sus piernas estaban entumidas, pero pronto llegarían La Unión.

En un momento de debilidad, sintió una pesadez agravada, sus ojos se cerraban forzosamente, sin poderlos detener, y una voz calmada le indicaba que era hora de dormir.


Al despertar, se encontraban en la entrada al pueblo, el padre redujo la velocidad del automóvil para poder apreciar lo que se encontrase por el camino, el aspecto tanto de los establecimientos como de las personas iba cambiando paulatinamente a medida que se adentraba más hacia el norte.

Cuando la familia se dispuso a virar para tomar la vía hacia La Unión, Ka se despidió y descendió del automóvil, mientras un aire de alivio retornaba al carro, el cual emprendió su marcha a gran velocidad.
Caroline caminó en busca de algo para comer, aunque debería ser algo económico pues del dinero que había dispuesto para el viaje, quedaba muy poco y no tenía dónde dormir.

En su caminar escuchó a varias personas charlando, comentaban el estado del clima y que en los próximos días se avecinaría una tormenta proveniente del sur.

- Mejor me doy prisa, pensó

Acudió a un pequeño puesto de pan de Quinua, que se encontraba al lado de la carretera. Pidió 8 panes y,  sentada en el borde del andén, los engulló con un poco de desagrado pues su sabor era insípido y algo añejados.

Pagó de mala gana 2 pesos y continuó su camino.


Aceleró el paso, aunque sus pies bastante lastimados le impedían avanzar a la velocidad que deseaba, salió de la ciudad por la carretera principal, acudiendo a los vehículos que pasaban por la carretera, más sin embargo no encontraba acogida alguna que le quisiera llevar.

Atardeció y su paso se tornó más lento, el cansancio y el frío característico le carcomían los huesos, cada pulgada de su cuerpo sentía un inmenso dolor; el ocaso nevado relucía en belleza, adornando el horizonte entre las copas de los frailejones y los últimos rayos de sol que emergían, tinturando el cielo entre tonos morados, fucsia y naranja.

La carretera era bastante amplia y había un especio a cada lado como para poder caminar con total libertad. Hacía ya bastante que caminaba hacia el sur, siguiendo la carretera, por lo que empezó a preguntarse si se encontraba en el camino adecuado, más sin embargo, al cabo de una hora la carretera le dio un respiro al hallar una curva hacia el este, donde pasó al lado de una señalización  bastante descuidada, que indicaba la cercanía de una pequeña iglesia.

Empezó a nevar.

Ya muy pocos autos transitaban, la autopista estaba totalmente desolada y cada media hora o más pasaba uno que otro carro a toda velocidad por lo que ni alcanzaban a notar a Ka pidiendo que le recogiesen.

Un farol iluminó la espalda de Ka, quien al observar su sombra detallada en el suelo, dio media vuelta y se acercó un poco a la vía para pedir que le llevaran hasta la cúspide del páramo. Sin embargo, notó algo peculiar en este auto; perdía el control tras tomar la curva a gran velocidad derrapando inusitadamente, y no disminuía la velocidad para retomar el control del vehículo sino que continuaba acelerando con gran exaltación, forzando coléricamente el motor de su auto.

Caroline se apartó un poco de la carretera y saltó hacia atrás mientras aquél carro, en su derrape, se enfilaba horizontalmente hacia ella.

Alzó su vista al cielo y desde su posición vislumbró cómo el último haz de luz desaparecía entre las copas de los árboles, mientras todo giraba descontroladamente lo que le hizo cerrar sus ojos.

Cegada y aturdida en extremo, no pudo visualizar nada más que la tierra y las pequeñas piedras que le tallaban el costado izquierdo de su rostro, que le permitía observar el borde del asfalto donde empezaba la autopista.

Ya no sentía dolor alguno en sus piernas, y su brazo derecho no respondía.

Escuchó en la distancia la puerta de un auto cerrarse arduamente, mientras en su interior un pequeño niño lloraba alebrestado.

Unos pasos cojos se acercaron temerosos al cuerpo tendido de Caroline, y vio un bastón de madera negra con punta de acero junto a un par de botas, algo familiares.

- ¿Acaso estoy alucinando?, Preguntó estupefacto el dueño del vehículo.

Caroline gimió al regresar en sí de su aturdimiento y sentir una gran cantidad de heridas sulfurantes.

Gritó con fuerza y dolor mientras intentaba aguzar su vista, todavía desorbitada por el impacto que había recibido.

La sangre cubría sus ojos y sólo podía mover su brazo derecho, pues el izquierdo se había roto por el fuerte golpe de la caída.

Entre llanto y lamentos sintió cómo dos manos le limpiaban la cara, dejando a la vista una cara que con ira insaciable le observaba.

- No tenía idea.

- H… Henry?

 Una sonrisa se esbozaba de sus labios frígidos, sin embargo, se notaba en su respiración agitada una pesadumbre colérica que inundaba sus venas con el más tóxico veneno del resentimiento, bombeado por su corazón hasta su cerebro.

Hubo un silencio circunstancial.

- Mi delatora. Inquirió finalmente Henry.

Caroline, al escuchar esto, sonrió y apoyó su cabeza nuevamente en la tierra, forzada por el pie de Henry que le machacó fuertemente una única vez.

- Por tu culpa me retuvieron y me golpearon casi hasta la muerte, mientras tú te encontrabas endulzándole el oído al cabrón de Woodcock ¡Maldita perra!

- No fui yo, dijo Ka con las últimas palabras que jamás pronunciaría.

- En realidad, la vida es bastante cómica. Después de llegar al hospital, donde me dijeron que perdería mi pierna izquierda a causa de la alta presión arterial que había generado la explosión de un gran cúmulo de vasos sanguíneos, pude salvarme, y recuperarme, hasta cierto punto. Ahora, te encuentro aquí, víctima de un accidente totalmente adventicio, con ambas piernas roídas por el eje trasero de mi auto, cosa que no fue mi intención, pero que tampoco me arrepiento que hubiese ocurrido, pues cargas tú con mi odio. ¿Acaso sabes lo que tuve que pasar a causa tuya? ¿Lo que mi familia tuvo que sufrir?... Sin embargo, no concibo qué hacer contigo pues no te puedo subir a mi auto, pero tampoco te puedo dejar aquí tirada… ¿O SÍ?

Ka, con sus órganos internos bastante lacerados, ya no podía articular palabra alguna, su raciocinio se había deteriorado hasta tal punto de enfocarse únicamente en su supervivencia.

La nieve empezaba a recubrir su cuerpo adolorido, calmando paulatinamente la hinchazón y el dolor provocado por la dislocación de sus caderas, de donde se desprendían dos miembros, ahora irreconocibles, con trazos rojos y blancos en una dolorosa mescolanza entre carne y hueso al descubierto.

Henry le observó una última vez y le sonrió sarcásticamente, con una sensación de llenura y saciedad que le enmarcaba macabramente el rostro.

Sabía que era el final.

Caroline le devolvió la mirada llena de piedad y consuelo, pues a pesar de su situación, sentía pena por esta alma desdichada y lo que futuramente vendría para él.

Dicha mirada confundió amargamente a Henry, quien no pudo verle más a los ojos y se dirigió al trote hacia su auto donde apenas abrió la puerta se escuchó a su hijo reprocharle sonoramente – ¡La mataste!

Entre llantos y lágrimas le golpeaba el abdomen, mientras Henry intentaba calmarle y hacerle sentar en su puesto, cosa que logró unos minutos después.

Caroline, abrazando su destino, observaba a Henry quien giró para darle un último vistazo antes de subir a su auto blanco con múltiples abolladuras.

Acudiendo a su única extremidad funcional, pudo arrastrar su humanidad a través de la carretera, reposando finalmente al lado de algunos frailejones que se abrían para formar un sendero.


Exhaló profundamente, mientras sus ojos se cerraban. La sangre que brotaba de sus heridas se mezclaba con la nieve, tornándola rosa alrededor de su ser, lo que le asemejaba a una frágil flor, al borde de su extinción. Escuchó cómo el sonido arrullador de un río cercano le llevaba consigo, sintiéndose cada vez más liviana, despojada, finalmente, libre.

jueves, 27 de agosto de 2015

Capítulo XI (II)

II

El invierno empezaba a tomar fuerza, las decoraciones navideñas no se hacían esperar y capas de granizo recubrían el campo mientras observaba, a través de la ventana, caer llovizna leve y delgada, como si estuviese especialmente diseñada para apenas sentirla. El rastro le había llevado hasta un pequeño pueblo fronterizo al que pronto llegaría recurriendo únicamente al “aventón”, después de haber bajado del autobús que había tomado desde su ciudad natal, el cual le permitió conocer muchas personas e historias en el camino, algunos habían escuchado a cerca de su amada, una persona extraña de por sí, alegaban, otros demostraban, en algunas ocasiones, malas intenciones por lo que David había tenido que escapar en repetidas ocasiones del automóvil en el que se movilizaba.

En esta ocasión se encontraba a bordo de un tractor de carga que transportaba enormes troncos, recién cortados de los cerros orientales, hacia pueblos que darían la forma de muebles y demás objetos finales de éstos seres vegetales ya muertos. Pasaron una señal de carretera, casi invisible por una delgada capa de hielo que recubría el anuncio azulado, lo que generaba un fuerte reflejo de la luz en el mismo, que indicaba que el próximo pueblo se encontraba a 32Km de distancia. El letargo de las noches sin descanso y la inactividad aparente, oprobiaban el estado de ánimo del conductor y el acompañante.

De la nada apareció un automóvil pequeño, a gran velocidad, el cual aceleraba presurosamente, lo que le hacía resbalar sobre el asfalto recubierto por una delgada capa de hielo, este automóvil en su apuro, perdió el control y por poco, al intentar rebasar el tractor, resulta arrollado por el mismo, a lo que reaccionó con un fuerte sonar de su claxon y varias vulgaridades que eran lanzadas con el miedo que permanece posterior a estar cerca de causar un accidente de cualquier índole.

- ¿Qué putas fue eso? Preguntó David al despertarse azarado tras las fuerte sacudida del tractor en el intento de evitar la colisión.

- Un maldito loco que no ha aprendido a conducir. Respondió Juan, quien se había espabilado tras dicho acontecimiento y ahora sostenía con fuerza el timón de la bestia que impulsaba su preciada carga.

Juan era ingeniero químico que trabajó para el gobierno en sus años gloriosos, pero enfrentó cargos por desarrollo de armas biológicas ante la corte internacional, por lo que fue destituido e inhabilitado de por vida para ejercer su profesión.

Se encontraba bastante obeso y descuidado, con cabello castaño y crespo, una barba espesa y ojos verdes resaltados por el contraste de sus mejillas rojizas y su frente que denotaba indicios de una inminente calvicie, cubierta siempre por una gorra de Texaco que llevaba a todas partes. David llegó a preguntarle si dormía también con la gorra puesta, cosa con la que rio a carcajadas, sin embargo, generó un poco de molestia en Juan.

En la distancia, a pesar de la visión reducida por la espesa neblina, particular de las zonas más frías de Colombia, se lograba divisar las primeras luces del pueblo en el ocaso.

Era un pueblo, más bien pequeño, con personas corrientes, que vivían del campo y el comercio. Como es usual en este tipo de lugares, la mayoría de residentes se conocían entre sí, y quienes pasaban por allí eran reconocidos inmediatamente en visitas posteriores, siempre con un trato bastante fraternal y acogedor.

Al llegar allí el sol se había puesto casi por completo y los vientos helados se arrebataron, lo que les obligó a detenerse a la entrada de una fonda donde habían otros automóviles, de diversas formas, tamaños y colores, estacionados, sin embargo, la mayoría, eran camiones o vehículos medianos usados para transporte de cargas y encomiendas.

Juan tomó su gruesa chaqueta de cuero beige para el frío, mientras David se estiraba tras un largo y plácido sueño, el cual lograba únicamente al viajar.

- Entraremos aquí. Repuso Juan. Es un buen sitio, bastante acogedor. Vamos te presentaré con el dueño del lugar y su hermosa hija.

David le observó de reojo, más sin poder negarse a entrar a este sitio, tomó su abrigo y bajó del camión.

La ventisca se hacía cada vez más fuerte, y la visibilidad se perdía a medida que la velocidad del viento aumentaba.

Él le gritó desde la entrada, donde le esperaba con otro personaje, un amigo con el que seguramente se había reencontrado dentro de aquél sitio. David se dirigió lo más a prisa hacia la puerta del recinto.
Entraron al sitio, un bar repleto de camioneros en extremo obesos o delgados, sin compostura ni modales, todos se hallaban en una euforia alcoholizada que se podía palpar en el ambiente.

Los gritos y carcajadas se escuchaban por doquier, perdidas entre la música que retumbaba proveniente de una enorme rockola multicolor situada entre las meas y la entrada al baño.

Toda la fonda estaba hecha en madera, muy al estilo antiguo, con manchas de bebidas alicoradas y demás fluidos emanados en las noches de juerga que perduraban en el suelo de este lugar. El segundo piso se encontraba aún más abarrotado, a pesar de esto, en todo la fonda, sólo habían dos o tres mujeres, sin contar las dos camareras que repartían las cervezas frías en enormes vasos chorreantes de espuma fría y saciante, a los clientes, algunos sentados en sus bancas, otros de pie, abrazados, unidos en un lazo fraternal del alcohol.

Hallaron un lugar en una mesa mediana, donde habían otros tres camioneros, quienes al parecer eran buenos amigos de Juan. Le invitaron uno de esos vasos de cerveza que, más que un vaso, parecía una jarra, la cual bebieron entre chistes y chanzas entre ellos. Entretanto David les escuchaba con detalle, sonriendo francamente cada que una de sus bromas le causaba gracia.

- ¿Y este chaparro? Preguntó uno de los camioneros al cabo de un rato, al notar que no había pronunciado palabra alguna.

- Él es David, está en busca de su mujer que huyó hace varios días hacia el norte.

- ¿Qué le hiciste para que tuviera que huir? Preguntó con un tono serio, casi desafiante.

David le observó interrogante.

- Todo fue un malentendido. Respondió brevemente.

- Siempre somos malentendidos, es más, ¡dudo que las mujeres puedan entenderse a sí mismas! Bramó uno de los camioneros que le acompañaban a la mesa.

Al escuchar esto, toda la mesa carcajeó con gran ímpetu, proveyéndole, inherentemente, la aceptación en el círculo de bebedores al que había ingresado.

- He escuchado muchas historias, y creo que la tormenta no cesará en un buen rato, así que te pido que nos cuentes lo que te ha llevado a realizar tu odisea. Clamó quién le preguntó en primera instancia, mientras pedía otros dos vasos de cerveza para cada quien sin haber acabado la que sostenían entre sus regordetas manos.

Pasaron las horas mientras David contaba con gran detalle, aunque obviando ciertos hechos que le hubieran causado el repudio de tales acompañantes. Entre jarras de cerveza se iba tornando el ambiente algo cálido, la lluvia no cesaba de caer y dentro de unas horas, con suerte, el sol volvería a iluminar su andar.

Al terminar de contar su historia, todos los acompañantes se hallaban abrumados por su relato; conmovidos, le desearon la mejor de las suertes en su búsqueda, y le dieron indicios de una mujer que, al igual que él, había pasado por este lugar hacía varios días, a bordo de la camioneta perteneciente a una pareja de campesinos que se regresaban al pequeño pueblo de Santa Cecilia para las festividades.

Habiendo escuchado esto, el ánimo de David retornó a sí, el entusiasmo desbordaba su ser, acompañado por el sosiego de la leve ebriedad, la cual le había generado unas ganas irrefrenables de ir al baño, por lo que se incorporó y dando tumbos, chocando con las demás personas, en igual o peor estado en el que él se encontraba, llegó hasta la rockola que todavía seguía tocando alegres tonadas, donde tuvo que apoyarse para recuperar un poco su equilibrio, mientras sonaba una canción que le recordaba a su amada.

Más aquel momento, cuando David entró en el baño de ésta fonda, ni de tan mala muerte como había percibido, donde incontables transportistas habían dejado al descubierto su sexo desnudo, pudo sentir cómo su realidad se desdoblaba en vibrantes ondas de silencio; logró comprender y trazar la ruta que le llevaría a encontrar su, hasta el punto de inflexión, reconocida, amada.

Ella se hallaría en un camino hacia su felicidad, su sueño inconcluso y eternamente inalcanzable, una utopía donde no hubiese campo que diera lugar al hambre, la incertidumbre o el desconsuelo que amargamente trastornaba sus noches cubiertas por un lúgubre faro posado a miles de kilómetros sobre su cabeza, el cual alcanzaba a iluminar, fría e indiferente, su existencia.

Al regresar a la mesa, sintió una grave pesadez, la charla había perdido totalmente el sentido y sus oídos cansados dieron paso a un sueño por intervalos, pero bastante reparador. Cada vez que volvía en sí, encontraba menos gente en aquél lugar, los asistentes se iban desvaneciendo como siluetas multiformes que se escabullen en la penumbra previa al amanecer.

Cuando los rayos del sol golpearon su rostro, despertó paulatinamente en una resaca bastante cruda.

 En su mesa se encontraba Juan, todavía hablando con uno de los acompañantes que se había quedado allí toda la noche; otro se hallaba recostado sobre sus brazos en un profundo sueño, más no pudo divisar por ningún lugar a quien la noche anterior le había preguntado por Caroline y la historia que le acompañaba.

Capítulo X (I)

LIBRO CUARTO

Principios de Invierno


I

Dos días habían pasado desde la partida de Caroline y David todavía se encontraba inconsciente en su caseta, en la misma posición en la que se había desplomado esa fatídica noche de viernes, casi sábado.

Phil, al parecer, permanecía inocente de la situación por lo que no pasó por la caseta de David al terminar el turno.

Eran las 11 de la mañana, el día estaba radiante y el sol de la tercera mañana se colaba por la ventana de la caseta. David sintió la luz cegadora en su rostro y se despertó algo desorientado. A pesar de su súbito desfallecimiento se sentía con bastante energía, pues en su desmayo había podido dormir como hacía mucho no lo hacía.

– Un largo y merecido descanso, pensó.

Cuando finalmente volvió en sí y observó su reloj notó que habían pasado 2 días, instantáneamente recogió sus pertenencias y se dirigió a su hogar al trote.

Al llegar a la casa buscó por doquier la presencia de Ka, pero al no encontrar nada más que recuerdos y melancolía, acudió al último lugar donde habría querido entrar, la habitación de Alexei.

De pie frente a la puerta, transitaban entre sus memorias los mejores momentos que había vivido con Ka, del otro lado se escuchaba nítidamente a sí mismo musitando con Caroline a cerca de su futuro, planeando cómo sería todo cuando su hijo llegase, el trabajo al que David tendría que someterse con el fin de poder brindarles una vida decente y sobre todo el amor que sentía por el ser que acarreaba el vientre de la única mujer que había amado realmente.

Acercó su cadavérica mano a la perilla de la cual emanaba una niebla grisácea lo que denotaba el frío que provenía de este elemento metálico, más al tocarla sintió como si se avivase un minúsculo fragmento de su alma.

Giró el cerrojo para activar el mecanismo de apertura, empujó suavemente y cuando la puerta se hallaba a medio abrir, un fuerte viento le empujó de vuelta y cerró con gran fuerza.

David lanzó un pequeño alarido y se apartó momentáneamente.

El estruendo del golpe permaneció resonante en su mente, mientras veía la realidad vibrar alrededor de sí. Mareado y aturdido retomó su intención y bruscamente abrió la puerta, con los ojos cerrados forzosamente debido al gran ventarrón que hallaba su camino por la ventana y se perpetuaba revoloteante dentro de la habitación.

Alcanzó la ventana y le cerró, todavía con los ojos cerrados.

Se recostó contra la ventana y cayó sentado, desde donde vislumbró el interior de la morada.

La cuna se encontraba intacta, ni el polvo ni la suciedad le habían cubierto. La pintura en las paredes se había corrido un poco, pero todavía era visible un paisaje. A pesar de haber colaborado con la decoración de esta habitación, David no lograba recordar desde cuándo estaba dicho paisaje allí, pero al acercarse observó una capa de pintura más reciente. Caroline había estado pintando recientemente un paisaje de montañas nevadas y un día cálido.

En la pared posterior se encontraban los grabados que había hecho David, una planicie de páramo llena de flores y formas de diversos colores, con tres personas acostadas sobre el césped. Al ver dicha imagen, su alma se estremeció y sus sueños revivieron momentáneamente, como un destello de luz entrando por un pequeño agujero en una caverna oscura y desolada.

Sin embargo, notó que de las tres personas, la más pequeña, Alexei, estaba tachada y la corrosión empezaba a afectar el dibujo que representaba a Caroline, más la escena del hombre que había perdido a su hijo y a su amada le desconsoló amargamente, cayendo de rodillas, gimoteó y maldijo su suerte.

Pero el recuerdo de Ka le reavivó, sabía que todavía no la había perdido del todo, pues tal y como dicen, de forma bastante acertada, “lo único que no tiene solución es la muerte”. Se incorporó y decidido a dar con su encuentro se alistó para un viaje del cual no regresaría solo.

Intuyó por la interpretación de los dibujos recientes que tomaría camino hacia el este, en busca del paisaje que buscaba plasmar en la habitación de Alexei, contando con el gran entusiasmo con el que había hablado en repetidas ocasiones del páramo de Chingaza, al este de Bogotá a donde habrían ido seguramente de no haber sido por aquél incidente.

Subió a su habitación donde sacó toda la ropa que se llevaría, sus documentos, zapatos, una carpa, cobijas y algunos elementos de aseo. Accedió a un escondite que tenía en su gran armario de roble en un cajón interno, que había descubierto en una ocasión en la que se escondía de su madre quien le buscaba para asestarle una muy merecida tunda por algún error que había cometido en su infancia, de donde sustrajo una pequeña bolsa de papel que en su interior contenía los ahorros que había almacenado desde hacía ya varios años y lo que le serviría como sustento para su viaje, más al contar el dinero, notó que tenía sólo la mitad de lo que había calculado, infirió que Ka había tomado dinero de allí para emprender su travesía.

- Hasta para huir eres descarada. Pensó mientras sonreía para sí mismo.

Tomó de otra mochila que guardaba, receloso bajo la cama, las drogas en conjunto con sus implementos de administración. Pensó en inyectarse una dosis antes de partir, pero desistió debido al contacto social al que debería exponerse, pues había optado por acudir a Phil para despedirse y preguntar de paso si conocía él algún detalle que le pudiese servir de guía para rastrear su camino.

Cuando tuvo todo listo, cargaba con una maleta enorme y en extremo pesada, con todos los elementos necesarios, y un poco más de sobra, para poder sobrevivir a la intemperie.

Antes de partir, dio un último vistazo a su morada, cerró todas las ventanas, los registros del agua y el gas y aseguró las puertas, cuando estuvo en la entrada se observó ante el reloj de piso que había visto pocos días atrás a Caroline despedirse con una sonrisa alentadora. El reloj ahora andaba y daba las 8pm, sin embargo, todavía era de día, David corroboró con su reloj que marcaba las 3:40 en la tarde.

Se apartó lentamente mientras observaba su reflejo que le acusaba feroz y vengativo, con una mirada turbada, mientras el péndulo centellaba bamboleante a un ritmo hipnótico tras su imagen.


Enfiló su caminar rumbo a la casa de Phil, quien vivía a pocas manzanas de su casa. Era una casa de fachada lujosa que sus padres, ambos muertos ya, le habían heredado como hijo único.

Su antejardín se hallaba decorado con dos árboles frutales, con pasto descuidado y algo largo, aunque debido a la época no sería necesario cortarlo debido a que el frío penetrante le quemaría para cuando el invierno enviara la cantidad de granizo necesaria para cubrirle por completo.

El camino que daba de la entrada principal a la puerta se encontraba tapizado, casi en su totalidad, por hojas secas que no habían sido recogidas durante el otoño que había finalizado hacía poco; la puerta se veía desgastada y maltratada por el clima y extraños que hasta allí llegaban con el único fin de arrojar objetos a esta puerta, pues era Phil una clase de ermitaño que se sentaba a fumar cigarro tras cigarro, junto a la ventana, viendo pasar personas frente a su hogar, de las cuales algunas le temían, sobre todo los más jóvenes.

Tocó tres veces la aldaba, la cual estaba tallada de forma que pareciese una mano sosteniendo el planeta tierra, lo que resonó fuertemente al interior de la morada.

Pasaron diez minutos, al parecer no había nadie en casa.

David, en medio de su angustia, golpeó nuevamente, ahora más fuerte y tras escuchar el ruidoso eco que produjo este burdo golpeteo, pudo percibir unos pasos que lentamente se acercaban hasta la puerta desde el interior.

- ¿Quién es?, Preguntó Phil con voz aletargada y ronca.

- Soy yo, David, ¡apresúrate a abrir!

De inmediato se escuchó un forcejeo abrupto el cual precedió a la apertura de la entrada, revelando la cara en extremo preocupada de Phil.

- ¿Has visto a Caroline?, Cuestionó David sin siquiera saludarle previamente.

- No, respondió Phil con grave acento.

- ¡Malditasea! Ha escapado hace ya dos días y no tengo idea de qué camino habrá tomado, sé que se irá de la ciudad, pero no tengo pista o rastro alguno que me guíe hacia ella.

De repente la mirada de Phil emergió con entusiasmo.

- ¡Sí le he visto!, Gritó con euforia. Me acabo de acordar que le vi abordar un autobús, de esos que toman la vía hacia el norte, saliendo por el cementerio Jardines de Paz; aunque le observé de lejos y no estoy seguro de que haya sido ella.

- ¡Gracias Phil! Ahora mismo iré tras ella.

Hubo un silencio momentáneo.

- ¿No quieres entrar a “relajarte” un rato?

David le observó interrogante.

- Pensé que habías dejado las drogas, Phil.

- “Una al año no hace daño”, Dijo mientras sonreía amigablemente.

David asintió y entró al recinto donde prepararon dos dosis y las inyectaron en acto seguido.

Estuvieron recostados en el piso de la sala, observando, perdidos, entre los destellos que emanaban del candelabro de cristal posado, colgante, sobre sus cabezas. La luz se difractaba entre las decoraciones permitiendo la visualización de tonos multicolores que se cruzaban entre sí, generando un espectáculo bastante peculiar para el deleite de los sentidos.

Más sin embargo, David no podía evitar ver por doquier el rostro de Ka, lo que le llevó, todavía con sus sentidos y percepción tergiversada, a dirigirse hacia la parada donde tomaría el autobús que muy seguramente Ka había tomado.

Se despidió suavemente de Phil, quien se encontraba todavía en remotas locaciones, aunque su cuerpo estuviera tendido en el suelo de su casa. Ante este mínimo estímulo que David hizo, Phil sólo giró un poco sus ojos y le observó con un sosiego indescriptible.

Al salir de la casa notó que sus sentidos todavía le engañaban, pues observaba cosas que, por razón y lógica, sabía que no estaban allí.

Los rostros de las personas que pasaban por su lado se desfiguraban nuevamente, como elásticos que tomaban diversas formas según las expresiones que llevasen consigo.

El asfalto se tornaba de un color púrpura oscuro, al reflejar el ocaso tardío que alcanzaba a iluminar con sus últimos destellos la calle de esta, todavía pequeña, ciudad.

Pronto estuvo a bordo del autobús que le llevaría hacia su amada, de repente escuchó como si de la lejanía se aproximara una persona expulsando palabras leves, pero nítidas.


For our innocence is lost, you were always one of those blessed with lucky sevens and a voice that made me cry”.