jueves, 10 de septiembre de 2015

XIII (IV)

IV

El auto en el que David se transportaba rodaba a su máxima capacidad, la luz de alarma del motor había estado encendida desde hacía una hora, sin embargo, Carlos decidió continuar hasta llegar a La Unión, y allí entrarían a un taller para que revisaran el estado del automóvil, pues habían pasado mala noche y se habían retrasado en su itinerario, temiendo no llegar a tiempo para la fecha que esperaban estar en Gachalá.

Sofía continuaba alegando y discutiendo con Carlos, parecía estar algo paranoica, tal vez por el hecho de llevar un extraño en su auto, cosa que David infirió. A pesar de esto, también discutían temas bastante personales, echando en cara detalles de su vida privada que nadie más que ellos debían conocer, por lo que David optó por hacer oídos sordos mientras el fuerte viento golpeaba su rostro y abrumaba sus sentidos.

En un determinado momento se escuchó una pequeña explosión proveniente del motor, por lo que empezó a brotar humo debajo del parachoques. Perdían velocidad a cada instante mientras Sofía, más asustada que nunca gritaba a Carlos a lo que él respondía con una sonrisa y modestas carcajadas.

Mientras la lengua de Sofía continuaba batiéndose en el aire, desparramando saliva como lava hirviente, Carlos se giró hacia David.

- Hemos de empujar hasta La Unión, compañero, dijo mientras obviaba las palabras hirientes, agudas como inyecciones, que emergían de su esposa.

David asintió agraciadamente y ambos descendieron de la camioneta.

Bajo el sol abrazador, sin ninguna nube que les permitiera descansar de su penetrante iluminación, impulsaron a carne viva su transporte, mientras Sofía se mordía los labios de la rabia que roía su interior tras el volante.

Afortunadamente faltaban menos de 5Km para llegar a La Unión, por lo que no demoraron demasiado en alcanzar la entrada del pueblo donde David se despidió presurosamente de Carlos, pues tenía una gran corazonada con respecto a Ka. Le sentía más cerca que nunca, su presencia le era casi perceptible.


Recorrió aceleradamente La Unión. Pronto llegaría el ocaso y todavía se encontraba allí, pensó en quedarse en un motel, pero decidió emprender camino pues esperaba encontrar un alma piadosa que le ayudara a continuar con premura su camino, más en el peor de los casos, debería acampar en algún sitio cercano a la carretera.



Pronto anochecería y el frío talante se colaba por entre los pliegues de las múltiples chaquetas que llevaba consigo. En su caminar pudo divisar un pequeño letrero en madera que anunciaba la capilla Santa Catalina.

- Allí podría pasar la noche, pensó.

Aunque su racionar era acertado, ni siquiera era capaz de imaginar lo que le depararía el camino y la forma en que esta fatídica noche de 21 de diciembre se develaría.

Caminó apresurado con el fin de ganar calor por la agitación, pero al virar hacia el sendero que le llevaría a la capilla. Tropezó con un cúmulo de nieve en el que a su lado emergía una flor nativa del Páramo con pétalos rojos, lo que llamó su atención.

Se agachó para recogerla y al arrancarla más el leve movimiento de tierra descubrió una mano.

Su corazón se heló instantáneamente y de un salto quedó sentado en medio de la autopista.

Se sostuvo sobre pies y manos, gateando como un pequeño animal, se acercó cauteloso, y empezó a descubrir el cuerpo que yacía inmóvil y paralizado, congelado en su totalidad.

Sus brazos, azules, adornados con sangre cristalizada que asemejaban lentejuelas rojizas que brillaban con destellos de luz. Sus piernas enmarcaban dos conos puntiagudos y sin forma, estalactitas de piedra rojiza tintadas por murciélagos que tomaban la sangre de animales salvajes y a su regreso le regurgitasen posados desde el techo, escurriendo trazos magenta desde la base hasta la punta.

David estaba completamente desprevenido y embriagado por un morbo que le causaba la acción de desenmarañar un cuerpo sin vida. No obstante temía descubrir el rostro de aquel cuerpo, sin embargo, la tentación y la curiosidad se apoderaron su ser y con un pañuelo empezó a limpiar donde se encontraba la cabeza de la mujer.

Primero emergieron sus labios azules, agrietados y serenos, luego su barbilla y pómulos, lacerados y con pequeñas piedritas todavía incrustadas en la superficie de la piel.

Cuando tuvo su rostro completamente descubierto, cayeron las lágrimas de David que se cristalizaban inmediatamente al tocar el suelo mullido, precipitándole a un shock nervioso instantáneo.

El cuerpo inerte de Caroline yacía frente a sí, sus ojos, todavía abiertos, demostraban la paz que llenaba el alma de David, más en esta ocasión, la opulenta llenura llegaba hasta el punto de oprimir su ser.

Le era imposible aceptar el hecho de haber perdido a su amada.


Se irguió con la mirada desorbitada, sus pasos eran imprecisos y tropezaba contra las ramas de los frailejones que sentía como manos sobre su hombro, en un intento desesperado para consolarle en un punto en el que toda voluntad de su ser se había desvanecido.

Caminó maquinalmente hacia la capilla, la cual se veía a lo lejos, derruida y en mal estado.

Un agujero en el techo dejaba colar la nieve al recinto, mientras David alistaba su carpa donde se disponía a dormitar en soledad.

Ya la oscuridad de la noche llenaba cada rincón de su estadía, su cuerpo tiritaba como arrebato físico en búsqueda de un calor corporal que nunca más hallaría pues la tibieza de la piel de Caroline se había perdido para siempre.

Sostenía en sus manos entumidas un encendedor que Ka le había regalado, daba vueltas entre sus dedos, prendiéndolo y apagándolo repetidamente, mientras los pensamientos fugaces atravesaban su mente sin poder contenerles.


Preparó una dosis, la calentó con el encendedor y sintió el sosiego fulminante recorrer sus venas como aceite hirviendo, sonrió y alzó los brazos denotando la forma de las caderas que algún día le enloquecieron, se hundía mientras el polietileno de su carpa le abrazaba sofocante.



- Te entrego mi cuerpo y espíritu, para que juntos, podamos ser uno en la eternidad.
                                                                                                                                                        

jueves, 3 de septiembre de 2015

Capítulo XII (III)

III

Caroline observaba meditabunda el paisaje que pasaba a gran velocidad en ruta hacia el páramo, la vegetación rodeaba la carretera, y veía cómo pequeñas aves se refugiaban entre las copas de los árboles, donde sus pequeñas crías le esperaban hambrientas.

Tras haber dejado a sus últimos acompañantes quienes viraron hacia Arrayan, estuvo caminando durante varias horas, hasta que finalmente una pequeña familia con una hija única le recogieron, pues su ruta les llevaba hasta La Unión a donde irían a acampar por el fin de semana.

Ka había contado con mejor suerte que David, pues en ninguna ocasión se había visto obligada a escapar de quien le brindaba una mano en cuanto a su movilización. Sin embargo, algo le atormentaba. Quienes le recogían, se veían terriblemente ensimismados al encontrarse en su compañía, sus ojos se deslizaban perturbados en un intento por evadir el contacto visual con ella, lo que notaba fácilmente más a razón del favor que le estaban brindando, no era capaz de reprochar, ni siquiera cuestionar, el por qué de su actuar.

La familia con la que ahora viajaba no era la excepción, la hija dormía, o pretendía dormir plácidamente, mientras el papá conducía y, aunque quisiese, no despegaría sus ojos de la carretera. No obstante la madre intercambió varias palabras con Ka, aunque al notar el aura que de ella emanaba, se decidió por recostar su cabeza y retomar su pasado que, con tanto sosiego, atravesaba sus pensamientos mientras el viento gélido golpeaba delicadamente su cabello, ondeando, dejando destellos dorados en direcciones aleatorias.

Hacía varias horas que habían pasado Ubaque, Ka se hallaba en una gran incomodidad, pues los asientos le colocaban en una posición bastante inapropiada para viajar. Su espalda dolía y sus piernas estaban entumidas, pero pronto llegarían La Unión.

En un momento de debilidad, sintió una pesadez agravada, sus ojos se cerraban forzosamente, sin poderlos detener, y una voz calmada le indicaba que era hora de dormir.


Al despertar, se encontraban en la entrada al pueblo, el padre redujo la velocidad del automóvil para poder apreciar lo que se encontrase por el camino, el aspecto tanto de los establecimientos como de las personas iba cambiando paulatinamente a medida que se adentraba más hacia el norte.

Cuando la familia se dispuso a virar para tomar la vía hacia La Unión, Ka se despidió y descendió del automóvil, mientras un aire de alivio retornaba al carro, el cual emprendió su marcha a gran velocidad.
Caroline caminó en busca de algo para comer, aunque debería ser algo económico pues del dinero que había dispuesto para el viaje, quedaba muy poco y no tenía dónde dormir.

En su caminar escuchó a varias personas charlando, comentaban el estado del clima y que en los próximos días se avecinaría una tormenta proveniente del sur.

- Mejor me doy prisa, pensó

Acudió a un pequeño puesto de pan de Quinua, que se encontraba al lado de la carretera. Pidió 8 panes y,  sentada en el borde del andén, los engulló con un poco de desagrado pues su sabor era insípido y algo añejados.

Pagó de mala gana 2 pesos y continuó su camino.


Aceleró el paso, aunque sus pies bastante lastimados le impedían avanzar a la velocidad que deseaba, salió de la ciudad por la carretera principal, acudiendo a los vehículos que pasaban por la carretera, más sin embargo no encontraba acogida alguna que le quisiera llevar.

Atardeció y su paso se tornó más lento, el cansancio y el frío característico le carcomían los huesos, cada pulgada de su cuerpo sentía un inmenso dolor; el ocaso nevado relucía en belleza, adornando el horizonte entre las copas de los frailejones y los últimos rayos de sol que emergían, tinturando el cielo entre tonos morados, fucsia y naranja.

La carretera era bastante amplia y había un especio a cada lado como para poder caminar con total libertad. Hacía ya bastante que caminaba hacia el sur, siguiendo la carretera, por lo que empezó a preguntarse si se encontraba en el camino adecuado, más sin embargo, al cabo de una hora la carretera le dio un respiro al hallar una curva hacia el este, donde pasó al lado de una señalización  bastante descuidada, que indicaba la cercanía de una pequeña iglesia.

Empezó a nevar.

Ya muy pocos autos transitaban, la autopista estaba totalmente desolada y cada media hora o más pasaba uno que otro carro a toda velocidad por lo que ni alcanzaban a notar a Ka pidiendo que le recogiesen.

Un farol iluminó la espalda de Ka, quien al observar su sombra detallada en el suelo, dio media vuelta y se acercó un poco a la vía para pedir que le llevaran hasta la cúspide del páramo. Sin embargo, notó algo peculiar en este auto; perdía el control tras tomar la curva a gran velocidad derrapando inusitadamente, y no disminuía la velocidad para retomar el control del vehículo sino que continuaba acelerando con gran exaltación, forzando coléricamente el motor de su auto.

Caroline se apartó un poco de la carretera y saltó hacia atrás mientras aquél carro, en su derrape, se enfilaba horizontalmente hacia ella.

Alzó su vista al cielo y desde su posición vislumbró cómo el último haz de luz desaparecía entre las copas de los árboles, mientras todo giraba descontroladamente lo que le hizo cerrar sus ojos.

Cegada y aturdida en extremo, no pudo visualizar nada más que la tierra y las pequeñas piedras que le tallaban el costado izquierdo de su rostro, que le permitía observar el borde del asfalto donde empezaba la autopista.

Ya no sentía dolor alguno en sus piernas, y su brazo derecho no respondía.

Escuchó en la distancia la puerta de un auto cerrarse arduamente, mientras en su interior un pequeño niño lloraba alebrestado.

Unos pasos cojos se acercaron temerosos al cuerpo tendido de Caroline, y vio un bastón de madera negra con punta de acero junto a un par de botas, algo familiares.

- ¿Acaso estoy alucinando?, Preguntó estupefacto el dueño del vehículo.

Caroline gimió al regresar en sí de su aturdimiento y sentir una gran cantidad de heridas sulfurantes.

Gritó con fuerza y dolor mientras intentaba aguzar su vista, todavía desorbitada por el impacto que había recibido.

La sangre cubría sus ojos y sólo podía mover su brazo derecho, pues el izquierdo se había roto por el fuerte golpe de la caída.

Entre llanto y lamentos sintió cómo dos manos le limpiaban la cara, dejando a la vista una cara que con ira insaciable le observaba.

- No tenía idea.

- H… Henry?

 Una sonrisa se esbozaba de sus labios frígidos, sin embargo, se notaba en su respiración agitada una pesadumbre colérica que inundaba sus venas con el más tóxico veneno del resentimiento, bombeado por su corazón hasta su cerebro.

Hubo un silencio circunstancial.

- Mi delatora. Inquirió finalmente Henry.

Caroline, al escuchar esto, sonrió y apoyó su cabeza nuevamente en la tierra, forzada por el pie de Henry que le machacó fuertemente una única vez.

- Por tu culpa me retuvieron y me golpearon casi hasta la muerte, mientras tú te encontrabas endulzándole el oído al cabrón de Woodcock ¡Maldita perra!

- No fui yo, dijo Ka con las últimas palabras que jamás pronunciaría.

- En realidad, la vida es bastante cómica. Después de llegar al hospital, donde me dijeron que perdería mi pierna izquierda a causa de la alta presión arterial que había generado la explosión de un gran cúmulo de vasos sanguíneos, pude salvarme, y recuperarme, hasta cierto punto. Ahora, te encuentro aquí, víctima de un accidente totalmente adventicio, con ambas piernas roídas por el eje trasero de mi auto, cosa que no fue mi intención, pero que tampoco me arrepiento que hubiese ocurrido, pues cargas tú con mi odio. ¿Acaso sabes lo que tuve que pasar a causa tuya? ¿Lo que mi familia tuvo que sufrir?... Sin embargo, no concibo qué hacer contigo pues no te puedo subir a mi auto, pero tampoco te puedo dejar aquí tirada… ¿O SÍ?

Ka, con sus órganos internos bastante lacerados, ya no podía articular palabra alguna, su raciocinio se había deteriorado hasta tal punto de enfocarse únicamente en su supervivencia.

La nieve empezaba a recubrir su cuerpo adolorido, calmando paulatinamente la hinchazón y el dolor provocado por la dislocación de sus caderas, de donde se desprendían dos miembros, ahora irreconocibles, con trazos rojos y blancos en una dolorosa mescolanza entre carne y hueso al descubierto.

Henry le observó una última vez y le sonrió sarcásticamente, con una sensación de llenura y saciedad que le enmarcaba macabramente el rostro.

Sabía que era el final.

Caroline le devolvió la mirada llena de piedad y consuelo, pues a pesar de su situación, sentía pena por esta alma desdichada y lo que futuramente vendría para él.

Dicha mirada confundió amargamente a Henry, quien no pudo verle más a los ojos y se dirigió al trote hacia su auto donde apenas abrió la puerta se escuchó a su hijo reprocharle sonoramente – ¡La mataste!

Entre llantos y lágrimas le golpeaba el abdomen, mientras Henry intentaba calmarle y hacerle sentar en su puesto, cosa que logró unos minutos después.

Caroline, abrazando su destino, observaba a Henry quien giró para darle un último vistazo antes de subir a su auto blanco con múltiples abolladuras.

Acudiendo a su única extremidad funcional, pudo arrastrar su humanidad a través de la carretera, reposando finalmente al lado de algunos frailejones que se abrían para formar un sendero.


Exhaló profundamente, mientras sus ojos se cerraban. La sangre que brotaba de sus heridas se mezclaba con la nieve, tornándola rosa alrededor de su ser, lo que le asemejaba a una frágil flor, al borde de su extinción. Escuchó cómo el sonido arrullador de un río cercano le llevaba consigo, sintiéndose cada vez más liviana, despojada, finalmente, libre.