IV
La noche era fría y oscura. Las nubes
agraviaban el escenario, proporcionándole un aire lúgubre. A pesar de que había
mermado un poco la lluvia, todavía se veían finas gotas caer alrededor de la
caseta donde David se encontraba regocijado, envuelto en gruesas capas de
cobijas y prendas que le permitían conservar un poco del calor que se escapaba
con premura de su dolido cuerpo.
Se hallaba en posición fetal, cuasi
recostado en una postura sumamente cómoda sobre su pequeña butaca. Un radio al
lado de su cabeza, la cual apoyaba sobre una división de madera que le servía algunas
noches como almohada, había dejado de sonar, pues las baterías se habían muerto
hacía varias noches y se le había olvidado comprarles repuesto.
La pequeña caseta, en donde a duras penas
cabían él y sus chécheres, estaba tenuemente iluminada por una antigua lámpara
a gasolina que había obtenido en un bazar hacía mucho tiempo. Dentro de esta
caseta, David, encontraba una extensión del santuario que concebía en el sillón
de su cuarto, pues allí mantenía las fotos y memorias más preciadas para él,
apiñadas en álbumes, cartas, discos, libros, entre otros objetos de gran valor
sentimental.
En el techo de la caseta se dibujaban
figuras abstractas, deformes, y sin sentido, lo que sumergía a David en extensos
viajes mentales recorriendo sus líneas entrecurvas, sin ninguna continuidad,
buscando significado alguno a esta serie de elementos cotidianos que escondían
un más allá vislumbrable, únicamente, en ciertos estados de conciencia,
acompañado por el sonar de las gotas al estrellarse contra las ventanas de la
caseta, empujadas por un viento apresurado desviando aleatoriamente su camino
de colisión.
El cálido humor despedido por David
empañaba las ventanas, las cuales acumulaban cada vez más humedad,
concentrándose en pequeñas gotas que dejaban un rastro impreciso al escurrirse
por la lata que hacía de pared, llegando hasta el piso para, finalmente, mezclarse
con la tierra que traía con sus zapatos en los ires y venires de las rondas a
altas horas de la noche y la madrugada.
Escuchó entonces un fuerte sonido que le
sacó de su somnolencia, e instantáneamente, le paralizó. Se hallaba ahora en
sus cinco sentidos, erguido sobre la pequeña butaca.
Aguzó el oído con el fin de identificar posibles
ondas sonoras que no correspondiesen a la calma relativa que proporcionaba el
sonido de los hilos de agua cayendo sobre la caseta mientras observaba con
atención a través de los caminos que trazaban las gotas a lo largo de la
ventana empañada sin poder divisar nada más que los verdes campos que rodeaban
aquella caseta.
Junto con la lluvia había una fina neblina
que desvanecía el campo de visión más allá de una cuadra, pues a duras penas se
lograba ver el semáforo en la esquina por donde viraban los automóviles
salientes de la zona de las prostitutas.
Al no divisar nada regresó a su comodidad,
sin embargo, un poco turbado por este asunto, no pudo volver a conciliar el
sueño aunque intentase de sobremanera saltar a los brazos de Morfeo para que
éste le llevase entre alucinantes espejismos y composiciones mentales,
resultado de la mezcla entre la memoria y la imaginación.
Tomó un libro, algo descuidado, que había
empezado hacía ya bastante tiempo pero que nunca completó, sacudió un poco el
polvo y ojeó una vez más el título, “El guardián entre el centeno” de J. D.
Salinger. Notó un separador y abrió en donde, muy seguramente, había detenido su
lectura, encontrando un pasaje que decía:
“Antes yo era tan tonto que la consideraba
inteligente porque sabía bastante de literatura y de teatro, y cuando alguien
sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no.
En el caso de Sally me llevó años enteros darme cuenta de que lo era. Creo que
lo hubiera sabido mucho antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y
metiéndonos mano.”
…
Al leer esto una leve sonrisa se escapó de
su ser y su mente se remontó a la época de universitario, en la que día tras
días flagelaba sus órganos internos con sustancias dañinas, pero placenteras,
que le conducían a un estado de sosiego total.
De súbito, tres golpes en la ventana de su
caseta le amedrentaron, y vio una figura grisácea que le intimidó en
sobremanera. Intentó espabilarse pero sin conseguir concentrarse en un punto
fijo, sólo pudo escuchar cómo golpeaban nuevamente la ventana, ahora con mayor
ímpetu.
Logró incorporarse y abrió la puerta de
forma pusilánime, descubriendo una figura bastante agradable a la vista; quien
tocaba a su puerta era una mujer de contextura delgada, un poco corta de
estatura con cabello negro, largo y lacio. Sus facciones denotaban corta edad, a
duras penas habría llegado a los 20, mas cargaba consigo una mueca de
pesadumbre y tedio que le daba un aire mayor a este ser, sus ojos castaños,
fulgurantes, se posaron sobre David quien permaneció atónito.
- ¿Tiene fuego? Preguntó frunciendo el
ceño, a lo que David respondió asintiendo con la cabeza como si todavía
continuase bajo el efecto del letargo producido por la somnolencia que le había
poseído anteriormente.
Esculcó entre su desorden dentro de la
caseta hasta hallar, en un rincón, debajo de varios paquetes de cigarros
vacíos, una pequeña caja de fósforos con una imagen de una reina de diamantes
de la baraja inglesa.
Tendió su mano a esta mujer que tiritaba
pues sus ropas se hallaban empapadas, y su blusa blanca permitía apreciar lo
que ni se preocupaba por esconder.
Intentó prender dos o tres veces los
fósforos sin poder obtener resultado alguno, pues sus dedos todavía cargaban
algo de agua que le escurría de las mangas.
-
Tu cigarro está mojado, déjame prender uno para ti, dijo mientras tendía
nuevamente la mano para recibir de regreso los fósforos.
Aquella dama observó su cigarro y con algo
de curiosidad, pero sin dejar del todo su posición altiva, accedió a la
proposición.
David sacó un taco de cáncer de una de las
cajas que le había arrebatado a Phil, encendió el fósforo y disfrutó la primera
inhalación de humo que consumía desde hacía lo suficiente como para olvidar el
placer que esto le provocaba, mientras que dicha mujer no apartaba sus
profundos ojos castaños de él.
Sus dedos se tocaron al entregar el
cigarro, observó, algo confusa, la expresión serena de David como esperando que
le fuese a pedir algo a cambio, pero lo único que encontró fue una calma
silenciosa que se notaba, de igual forma, expectativa.
Detalló a David de pies a cabeza una
última vez, dio media vuelta y sin siquiera agradecer, pero con una sonrisa en
sus labios, emprendió su camino de regreso, como si esperase a ser seguida, lo
cual atrajo la atención de David, quien observó aquellas firmes caderas
contonearse mientras se desvanecían entre la niebla que la ocultaba, algo similar
a una aparición.
David, confuso, postrado en su butaca,
estuvo pensativo después de que tan dichosa silueta se hubiera difuminado del
todo, registró los alrededores con una mirada fugaz y logró divisar, a lo
lejos, la caseta donde se encontraba Phil.
Su reloj marcaba ahora un poco más de las
11 de la noche. La caseta de Phil estaba apagada, lo que indicaba que estaba
tomando una siesta pues su ronda no sería sino hasta dentro de dos horas.
David alistó su equipo, como si fuese a
salir de ronda, y con gran premura cerró la puerta de la caseta tras de sí y
siguió el camino que aquella misteriosa mujer había tomado.
Al llegar al semáforo donde se había
desleído aquella figura ebúrnea, sintió gran pesadez y su corazón estallaba a
cada latido como si estuviese cometiendo el más grave delito. La sangre le
hervía y su mirada se posaba fugazmente sobre cuanto objeto estuviera al
alcance de su vista, evaluando en milésimas de segundo todo lo que le rodeaba.
Un estado de extrema euforia le invadía, sintiéndose a desfallecer en cada paso,
aunque temiese un posible ataque de nervios que tanto le había atormentado en
tiempos pasados.
A pesar de no percibir nada fuera de lo
normal dentro de su campo visual, pudo interceptar el aroma de aquél ser, una
esencia dulce y empalagante que le llevaba hasta recuerdos de su niñez
temprana, sentado junto a la ventana en el aula de clase donde el sol mañanero
entraba para acariciar suavemente su cabeza mientras observaba a su maestra de
ciencias entrar y tomar asiento, bamboleando su larga y fina cabellera de oro
que despedía este mismo aroma.
Este momentáneo recuerdo, le produjo un
repentino sosiego, seguido de una agitación mayor, lo que le llevó a rastrear
como un sabueso el vestigio de aquél aroma, guiado por su olfato, pues sentía,
a cada inhalación del delicioso olor, como si una parte de sí fuese restaurada.
Se vio, entonces, recorriendo la calle de
las prostitutas, quienes a esta hora se resguardaban en sus antros, esperando a
que acudiesen seres lujuriosos a su seno, donde encontrarían el refugio que,
quizás, su esposa o acompañante no suplieron satisfactoriamente o que tal vez,
por circunstancias de la vida, nunca tuvieron a nadie que les permitiere
cumplir con tan vital necesidad.
Dicho aroma le llevó hasta una puerta llegando
a la esquina, al final de la calle, una puerta negra alumbrada con una luz
fosforescente que lastimaba la vista al acercarse en demasía. Estuvo allí de
pie, frente al establecimiento donde pernoctaba el ser con aquél aroma
peculiar, mientras en su interior se debatían sus demonios con el fin de tomar
una decisión.
Cuando se dispuso a golpear a la puerta
sintió un escalofrío, como un corrientazo, que recorrió desde la base de la
cabeza hasta los talones y cerró sus ojos buscando el equilibrio mental, pues
desde que dejó la caseta, sentía cómo pequeños fragmentos de su realidad se
transfiguraban en formas imposibles, tornando su experiencia casi eufémica.
De repente escuchó una voz en la lejanía
que le llamaba doliente.
- Me ha de estar esperando… sí, ella ha de
saber que estoy aquí y ha venido a recibirme. Susurró para sí mismo.
Finalmente, golpeó la puerta tres veces,
mientras escuchaba, cada vez más vívido, su nombre siendo llamado.
Tras un instante, al no recibir respuesta,
la euforia se tornó en cólera, impaciencia y miedo mientras se disponía a
golpear a la puerta nuevamente, más al retroceder su brazo sintió que alguien
le agarraba la mano y le impedía proseguir. David, ya trastornado, observaba
figuras multicolores que se desprendían de la luz fosforescente y se posaban
sobre la puerta, burlonas, rebotaban sobre las superficies y estallaban en un
destello cian al tocar el suelo. Batió entonces su brazo de forma violenta para
machacar aquellas ilusiones que tanto le fastidiaban, sin darse cuenta que quién
sostenía su brazo caía tras David a causa de su movimiento hosco y sin mesura.
Tras golpear violentamente la puerta,
escuchó el estruendo del cuerpo al desplomarse sobre el asfalto húmedo, regresó
en sí y dirigió su mirada a quien le había tratado de impedir esta acción.
Mojada y bastante aturdida, Caroline
intentaba incorporarse con una expresión de profunda tristeza que se esbozaba
desde sus ojos. Dicho semblante caló en lo más profundo de David, pues hasta
ahora había caído en cuenta que dicho aroma que le había guiado provenía de
Caroline quien había ido a buscarle a su caseta.
En el suelo se hallaba desparramada una
pequeña merienda que había preparado antes de salir, y que ahora sería el
alimento de las ratas, palomas y demás animales callejeros que acudirían ante
la materia humeante y, ahora, despreciada.
—¡Ka!— Gimió David desde sus adentros.
Abrió la boca para continuar con su palurdo discurso, pero no consiguió
articular sus ideas de forma eficaz y quedó atónito, con cara de idiota, frente
a tal escena.
Caroline, quien se encontraba, ahora, de
pie y con la mirada en el piso, dejó filtrar algunas lágrimas.
- Pensé que yo lo era todo para ti. Acaso,
¿ya no soy suficiente? Bien sabes tú que haber perdido nuestro hijo fue, para
mí, la peor desgracia, mientras que tú te limitaste a dejarme a merced de
aquellos que me hacían pasar por loca.
Sus ojos revoloteaban por doquier,
evitando el contacto visual, se encontraron fugazmente varias veces, generando
que el semblante de David se oscureciera lúgubremente; parecía sollozar en
silencio y luchaba por no dejar escapar sus emociones.
- ¡Respóndeme! Gritó, golpeando con un pie
el asfalto. ¿¡Acaso alguna de estas putas te dará el hijo que yo no pude darte!?
—Hizo una pausa y disponiéndose a desbordar su alma continuó— He intentado
hasta el cansancio no culparme por lo sucedido, pero ya he tenido suficiente de
tu mierda, dijo profundamente encolerizada.
Sus mejillas, ahora rojas por el fulgor
del momento, hacían destellar cada lágrima que por estas bajaba, estropeando el
maquillaje que con tanto recelo aplicó sobre su rostro dejando delgados trazos
negros e irregulares.
- No es lo que piensas, balbuceó. Yo sólo…
Al no poder terminar la frase bajó su
mirada y esperó al siguiente golpe que daría la lengua enardecida de Caroline.
- ¿Tú sólo qué? ¿Ya vas a soltarme, una
vez más, un atado de mentiras? Dijo mientras clavaba su mirada penetrante en
aquél ser sumiso, como un cordero al que le ha llegado su hora.
David alzó la mirada de forma decisiva y
gimió:
- Si he de culpar a alguien en todo este
asunto, me culpo a mí mismo, pues tú has sólo sido una víctima de los males que
te acongojan, pero yo… no he sido más que el causante de tus sufrimientos, si
no te hubieses apiadado de mí en tan precaria situación, no habrías tenido que
sufrir todo lo que pasaste.
Caroline abrió los ojos hasta que sus órbitas
casi emergían de sí, sin poder contener su ira ante la solemnidad de su
discurso.
David se inclinó e intentó tomarle de la
mano.
- ¡No me toques! Gritó, gravemente alterada,
mientras realizaba un movimiento brusco para zafarse de las manos de David.
Al escuchar tal alboroto, algunas cabezas
curiosas emergieron desde las residencias para echar un vistazo a esta peculiar
discusión, que, a pesar de todo, era más común de lo que se creía en esta zona.
David volteó a mirar las ventanas de
aquellos tugurios a lo largo de la calle, divisando formas irregulares, cuyos
ojos resplandecían de diversos colores, rebosantes de un interés morboso en la
escena que estaban propiciando. Algunos entes lanzaban sonoras carcajadas que
les deformaban los rostros, pues la desgracia ajena les era tremendamente
divertida. Otros sólo se limitaban a observar muy atentamente los movimientos de
Ka y David.
- Sólo seguía un rastro. Un impulso que me
llevó instintivamente hasta aquí, siguiendo tu aroma…
Caroline suspiró profundamente.
- Al llegar a casa, lo más seguro es que
no me encuentres, y no me encontrarás en un buen tiempo.
David le miró como si hubiese estado
esperando esta afirmación como el resultado final de todos los acontecimientos
que, desde el incidente donde Caroline había perdido su hijo, habían venido
sucediendo, cruelmente, uno tras otro.
Caroline le dio la espalda y se disponía a
marcharse, pero antes de emprender su camino David le interrumpió:
- No estás loca… Marion lo está, lo único
que te pido es que no regreses allí.
- No lo haré. Respondió sin siquiera volverse
para verle una última vez.
David se quedó observando a Caroline
desvanecerse en la distancia.
Cuando ya no pudo divisarle, bajó los tres
escalones donde todo había sucedido y notó que la calle se encontraba ahora
llena de gente, seres grotescos que le observaban y susurraban entre sí, y veía
cómo aquellos entes le abrían paso dejando un estrecho sendero para que David
pasase.
Sus susurros se escuchaban asquerosamente
agudos, lastimándole los tímpanos y a medida que avanzaba, más estrecho se
volvía su camino, pues mayor era la concentración de entes que inundaban las
calles.
En el pequeño trayecto que había avanzado,
había mantenido su mirada baja y sus manos, impacientes, se revoloteaban por
doquier. En un determinado momento, en el que no pudo continuar por el sendero,
por que se había cerrado ante sí, alzó su mirada a un ser que chilló al encontrar
sus ojos impares. Aquél chillido le aturdió y le hizo perder fuerzas en sus
piernas.
David cayó de rodillas y escuchaba las
punzantes carcajadas, mientras los seres se atumultuaban a su alrededor, sin
embargo, en ningún momento se atrevieron a tocarle.
— ¡Cállense todos! — Gritó. Pero sólo
consiguió elevar el tono de las vociferantes criaturas hasta el nivel al que
había gritado.
Entre las voces que ferozmente rugían a su
alrededor escuchó de forma nítida la voz de Caroline en la lejanía que decía
con una calma mortal: pronto vendrá el invierno.
Cubrió con sus manos sus oídos y cerró sus
ojos, estando de rodillas, para evitar que sus tímpanos reventasen. Más al
abrir de nuevo sus ojos, después de un corto período, se vio, de nuevo, en
aquella calle, completamente solo en la neblina y sin nadie que se asomase
desde ninguna ventana.
Sus ojos se desorbitaron y cayó en gran
confusión, más con sus últimas fuerzas corrió hasta su caseta, cayendo varias
veces en el camino, aunque se incorporaba instantáneamente y continuaba
corriendo absorto de un pánico irrefrenable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario