jueves, 9 de julio de 2015

Capítulo IV

IV

La noche era fría y oscura. Las nubes agraviaban el escenario, proporcionándole un aire lúgubre. A pesar de que había mermado un poco la lluvia, todavía se veían finas gotas caer alrededor de la caseta donde David se encontraba regocijado, envuelto en gruesas capas de cobijas y prendas que le permitían conservar un poco del calor que se escapaba con premura de su dolido cuerpo.

Se hallaba en posición fetal, cuasi recostado en una postura sumamente cómoda sobre su pequeña butaca. Un radio al lado de su cabeza, la cual apoyaba sobre una división de madera que le servía algunas noches como almohada, había dejado de sonar, pues las baterías se habían muerto hacía varias noches y se le había olvidado comprarles repuesto.

La pequeña caseta, en donde a duras penas cabían él y sus chécheres, estaba tenuemente iluminada por una antigua lámpara a gasolina que había obtenido en un bazar hacía mucho tiempo. Dentro de esta caseta, David, encontraba una extensión del santuario que concebía en el sillón de su cuarto, pues allí mantenía las fotos y memorias más preciadas para él, apiñadas en álbumes, cartas, discos, libros, entre otros objetos de gran valor sentimental.

En el techo de la caseta se dibujaban figuras abstractas, deformes, y sin sentido, lo que sumergía a David en extensos viajes mentales recorriendo sus líneas entrecurvas, sin ninguna continuidad, buscando significado alguno a esta serie de elementos cotidianos que escondían un más allá vislumbrable, únicamente, en ciertos estados de conciencia, acompañado por el sonar de las gotas al estrellarse contra las ventanas de la caseta, empujadas por un viento apresurado desviando aleatoriamente su camino de colisión.

El cálido humor despedido por David empañaba las ventanas, las cuales acumulaban cada vez más humedad, concentrándose en pequeñas gotas que dejaban un rastro impreciso al escurrirse por la lata que hacía de pared, llegando hasta el piso para, finalmente, mezclarse con la tierra que traía con sus zapatos en los ires y venires de las rondas a altas horas de la noche y la madrugada.

Escuchó entonces un fuerte sonido que le sacó de su somnolencia, e instantáneamente, le paralizó. Se hallaba ahora en sus cinco sentidos, erguido sobre la pequeña butaca.

Aguzó el oído con el fin de identificar posibles ondas sonoras que no correspondiesen a la calma relativa que proporcionaba el sonido de los hilos de agua cayendo sobre la caseta mientras observaba con atención a través de los caminos que trazaban las gotas a lo largo de la ventana empañada sin poder divisar nada más que los verdes campos que rodeaban aquella caseta.

Junto con la lluvia había una fina neblina que desvanecía el campo de visión más allá de una cuadra, pues a duras penas se lograba ver el semáforo en la esquina por donde viraban los automóviles salientes de la zona de las prostitutas.

Al no divisar nada regresó a su comodidad, sin embargo, un poco turbado por este asunto, no pudo volver a conciliar el sueño aunque intentase de sobremanera saltar a los brazos de Morfeo para que éste le llevase entre alucinantes espejismos y composiciones mentales, resultado de la mezcla entre la memoria y la imaginación.

Tomó un libro, algo descuidado, que había empezado hacía ya bastante tiempo pero que nunca completó, sacudió un poco el polvo y ojeó una vez más el título, “El guardián entre el centeno” de J. D. Salinger. Notó un separador y abrió en donde, muy seguramente, había detenido su lectura, encontrando un pasaje que decía:

Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente porque sabía bastante de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no. En el caso de Sally me llevó años enteros darme cuenta de que lo era. Creo que lo hubiera sabido mucho antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y metiéndonos mano.”




Al leer esto una leve sonrisa se escapó de su ser y su mente se remontó a la época de universitario, en la que día tras días flagelaba sus órganos internos con sustancias dañinas, pero placenteras, que le conducían a un estado de sosiego total.

De súbito, tres golpes en la ventana de su caseta le amedrentaron, y vio una figura grisácea que le intimidó en sobremanera. Intentó espabilarse pero sin conseguir concentrarse en un punto fijo, sólo pudo escuchar cómo golpeaban nuevamente la ventana, ahora con mayor ímpetu.

Logró incorporarse y abrió la puerta de forma pusilánime, descubriendo una figura bastante agradable a la vista; quien tocaba a su puerta era una mujer de contextura delgada, un poco corta de estatura con cabello negro, largo y lacio. Sus facciones denotaban corta edad, a duras penas habría llegado a los 20, mas cargaba consigo una mueca de pesadumbre y tedio que le daba un aire mayor a este ser, sus ojos castaños, fulgurantes, se posaron sobre David quien permaneció atónito.

- ¿Tiene fuego? Preguntó frunciendo el ceño, a lo que David respondió asintiendo con la cabeza como si todavía continuase bajo el efecto del letargo producido por la somnolencia que le había poseído anteriormente.

Esculcó entre su desorden dentro de la caseta hasta hallar, en un rincón, debajo de varios paquetes de cigarros vacíos, una pequeña caja de fósforos con una imagen de una reina de diamantes de la baraja inglesa.

Tendió su mano a esta mujer que tiritaba pues sus ropas se hallaban empapadas, y su blusa blanca permitía apreciar lo que ni se preocupaba por esconder.

Intentó prender dos o tres veces los fósforos sin poder obtener resultado alguno, pues sus dedos todavía cargaban algo de agua que le escurría de las mangas.

-  Tu cigarro está mojado, déjame prender uno para ti, dijo mientras tendía nuevamente la mano para recibir de regreso los fósforos.

Aquella dama observó su cigarro y con algo de curiosidad, pero sin dejar del todo su posición altiva, accedió a la proposición.

David sacó un taco de cáncer de una de las cajas que le había arrebatado a Phil, encendió el fósforo y disfrutó la primera inhalación de humo que consumía desde hacía lo suficiente como para olvidar el placer que esto le provocaba, mientras que dicha mujer no apartaba sus profundos ojos castaños de él.
Sus dedos se tocaron al entregar el cigarro, observó, algo confusa, la expresión serena de David como esperando que le fuese a pedir algo a cambio, pero lo único que encontró fue una calma silenciosa que se notaba, de igual forma, expectativa.

Detalló a David de pies a cabeza una última vez, dio media vuelta y sin siquiera agradecer, pero con una sonrisa en sus labios, emprendió su camino de regreso, como si esperase a ser seguida, lo cual atrajo la atención de David, quien observó aquellas firmes caderas contonearse mientras se desvanecían entre la niebla que la ocultaba, algo similar a una aparición.

David, confuso, postrado en su butaca, estuvo pensativo después de que tan dichosa silueta se hubiera difuminado del todo, registró los alrededores con una mirada fugaz y logró divisar, a lo lejos, la caseta donde se encontraba Phil.

Su reloj marcaba ahora un poco más de las 11 de la noche. La caseta de Phil estaba apagada, lo que indicaba que estaba tomando una siesta pues su ronda no sería sino hasta dentro de dos horas.

David alistó su equipo, como si fuese a salir de ronda, y con gran premura cerró la puerta de la caseta tras de sí y siguió el camino que aquella misteriosa mujer había tomado.


Al llegar al semáforo donde se había desleído aquella figura ebúrnea, sintió gran pesadez y su corazón estallaba a cada latido como si estuviese cometiendo el más grave delito. La sangre le hervía y su mirada se posaba fugazmente sobre cuanto objeto estuviera al alcance de su vista, evaluando en milésimas de segundo todo lo que le rodeaba. Un estado de extrema euforia le invadía, sintiéndose a desfallecer en cada paso, aunque temiese un posible ataque de nervios que tanto le había atormentado en tiempos pasados.

A pesar de no percibir nada fuera de lo normal dentro de su campo visual, pudo interceptar el aroma de aquél ser, una esencia dulce y empalagante que le llevaba hasta recuerdos de su niñez temprana, sentado junto a la ventana en el aula de clase donde el sol mañanero entraba para acariciar suavemente su cabeza mientras observaba a su maestra de ciencias entrar y tomar asiento, bamboleando su larga y fina cabellera de oro que despedía este mismo aroma.

Este momentáneo recuerdo, le produjo un repentino sosiego, seguido de una agitación mayor, lo que le llevó a rastrear como un sabueso el vestigio de aquél aroma, guiado por su olfato, pues sentía, a cada inhalación del delicioso olor, como si una parte de sí fuese restaurada.

Se vio, entonces, recorriendo la calle de las prostitutas, quienes a esta hora se resguardaban en sus antros, esperando a que acudiesen seres lujuriosos a su seno, donde encontrarían el refugio que, quizás, su esposa o acompañante no suplieron satisfactoriamente o que tal vez, por circunstancias de la vida, nunca tuvieron a nadie que les permitiere cumplir con tan vital necesidad.

Dicho aroma le llevó hasta una puerta llegando a la esquina, al final de la calle, una puerta negra alumbrada con una luz fosforescente que lastimaba la vista al acercarse en demasía. Estuvo allí de pie, frente al establecimiento donde pernoctaba el ser con aquél aroma peculiar, mientras en su interior se debatían sus demonios con el fin de tomar una decisión.

Cuando se dispuso a golpear a la puerta sintió un escalofrío, como un corrientazo, que recorrió desde la base de la cabeza hasta los talones y cerró sus ojos buscando el equilibrio mental, pues desde que dejó la caseta, sentía cómo pequeños fragmentos de su realidad se transfiguraban en formas imposibles, tornando su experiencia casi eufémica.

De repente escuchó una voz en la lejanía que le llamaba doliente.

- Me ha de estar esperando… sí, ella ha de saber que estoy aquí y ha venido a recibirme. Susurró para sí mismo.

Finalmente, golpeó la puerta tres veces, mientras escuchaba, cada vez más vívido, su nombre siendo llamado.

Tras un instante, al no recibir respuesta, la euforia se tornó en cólera, impaciencia y miedo mientras se disponía a golpear a la puerta nuevamente, más al retroceder su brazo sintió que alguien le agarraba la mano y le impedía proseguir. David, ya trastornado, observaba figuras multicolores que se desprendían de la luz fosforescente y se posaban sobre la puerta, burlonas, rebotaban sobre las superficies y estallaban en un destello cian al tocar el suelo. Batió entonces su brazo de forma violenta para machacar aquellas ilusiones que tanto le fastidiaban, sin darse cuenta que quién sostenía su brazo caía tras David a causa de su movimiento hosco y sin mesura.

Tras golpear violentamente la puerta, escuchó el estruendo del cuerpo al desplomarse sobre el asfalto húmedo, regresó en sí y dirigió su mirada a quien le había tratado de impedir esta acción.

Mojada y bastante aturdida, Caroline intentaba incorporarse con una expresión de profunda tristeza que se esbozaba desde sus ojos. Dicho semblante caló en lo más profundo de David, pues hasta ahora había caído en cuenta que dicho aroma que le había guiado provenía de Caroline quien había ido a buscarle a su caseta.

En el suelo se hallaba desparramada una pequeña merienda que había preparado antes de salir, y que ahora sería el alimento de las ratas, palomas y demás animales callejeros que acudirían ante la materia humeante y, ahora, despreciada.

—¡Ka!— Gimió David desde sus adentros. Abrió la boca para continuar con su palurdo discurso, pero no consiguió articular sus ideas de forma eficaz y quedó atónito, con cara de idiota, frente a tal escena.

Caroline, quien se encontraba, ahora, de pie y con la mirada en el piso, dejó filtrar algunas lágrimas.
- Pensé que yo lo era todo para ti. Acaso, ¿ya no soy suficiente? Bien sabes tú que haber perdido nuestro hijo fue, para mí, la peor desgracia, mientras que tú te limitaste a dejarme a merced de aquellos que me hacían pasar por loca.

Sus ojos revoloteaban por doquier, evitando el contacto visual, se encontraron fugazmente varias veces, generando que el semblante de David se oscureciera lúgubremente; parecía sollozar en silencio y luchaba por no dejar escapar sus emociones.

- ¡Respóndeme! Gritó, golpeando con un pie el asfalto. ¿¡Acaso alguna de estas putas te dará el hijo que yo no pude darte!? —Hizo una pausa y disponiéndose a desbordar su alma continuó— He intentado hasta el cansancio no culparme por lo sucedido, pero ya he tenido suficiente de tu mierda, dijo profundamente encolerizada.

Sus mejillas, ahora rojas por el fulgor del momento, hacían destellar cada lágrima que por estas bajaba, estropeando el maquillaje que con tanto recelo aplicó sobre su rostro dejando delgados trazos negros e irregulares.

- No es lo que piensas, balbuceó. Yo sólo…

Al no poder terminar la frase bajó su mirada y esperó al siguiente golpe que daría la lengua enardecida de Caroline.

- ¿Tú sólo qué? ¿Ya vas a soltarme, una vez más, un atado de mentiras? Dijo mientras clavaba su mirada penetrante en aquél ser sumiso, como un cordero al que le ha llegado su hora.
David alzó la mirada de forma decisiva y gimió:

- Si he de culpar a alguien en todo este asunto, me culpo a mí mismo, pues tú has sólo sido una víctima de los males que te acongojan, pero yo… no he sido más que el causante de tus sufrimientos, si no te hubieses apiadado de mí en tan precaria situación, no habrías tenido que sufrir todo lo que pasaste.

Caroline abrió los ojos hasta que sus órbitas casi emergían de sí, sin poder contener su ira ante la solemnidad de su discurso.

David se inclinó e intentó tomarle de la mano.

- ¡No me toques! Gritó, gravemente alterada, mientras realizaba un movimiento brusco para zafarse de las manos de David.

Al escuchar tal alboroto, algunas cabezas curiosas emergieron desde las residencias para echar un vistazo a esta peculiar discusión, que, a pesar de todo, era más común de lo que se creía en esta zona.
David volteó a mirar las ventanas de aquellos tugurios a lo largo de la calle, divisando formas irregulares, cuyos ojos resplandecían de diversos colores, rebosantes de un interés morboso en la escena que estaban propiciando. Algunos entes lanzaban sonoras carcajadas que les deformaban los rostros, pues la desgracia ajena les era tremendamente divertida. Otros sólo se limitaban a observar muy atentamente los movimientos de Ka y David.

- Sólo seguía un rastro. Un impulso que me llevó instintivamente hasta aquí, siguiendo tu aroma…
Caroline suspiró profundamente.

- Al llegar a casa, lo más seguro es que no me encuentres, y no me encontrarás en un buen tiempo.
David le miró como si hubiese estado esperando esta afirmación como el resultado final de todos los acontecimientos que, desde el incidente donde Caroline había perdido su hijo, habían venido sucediendo, cruelmente, uno tras otro.

Caroline le dio la espalda y se disponía a marcharse, pero antes de emprender su camino David le interrumpió:

- No estás loca… Marion lo está, lo único que te pido es que no regreses allí.

- No lo haré. Respondió sin siquiera volverse para verle una última vez.

David se quedó observando a Caroline desvanecerse en la distancia.


Cuando ya no pudo divisarle, bajó los tres escalones donde todo había sucedido y notó que la calle se encontraba ahora llena de gente, seres grotescos que le observaban y susurraban entre sí, y veía cómo aquellos entes le abrían paso dejando un estrecho sendero para que David pasase.

Sus susurros se escuchaban asquerosamente agudos, lastimándole los tímpanos y a medida que avanzaba, más estrecho se volvía su camino, pues mayor era la concentración de entes que inundaban las calles.

En el pequeño trayecto que había avanzado, había mantenido su mirada baja y sus manos, impacientes, se revoloteaban por doquier. En un determinado momento, en el que no pudo continuar por el sendero, por que se había cerrado ante sí, alzó su mirada a un ser que chilló al encontrar sus ojos impares. Aquél chillido le aturdió y le hizo perder fuerzas en sus piernas.

David cayó de rodillas y escuchaba las punzantes carcajadas, mientras los seres se atumultuaban a su alrededor, sin embargo, en ningún momento se atrevieron a tocarle.

— ¡Cállense todos! — Gritó. Pero sólo consiguió elevar el tono de las vociferantes criaturas hasta el nivel al que había gritado.

Entre las voces que ferozmente rugían a su alrededor escuchó de forma nítida la voz de Caroline en la lejanía que decía con una calma mortal: pronto vendrá el invierno.

Cubrió con sus manos sus oídos y cerró sus ojos, estando de rodillas, para evitar que sus tímpanos reventasen. Más al abrir de nuevo sus ojos, después de un corto período, se vio, de nuevo, en aquella calle, completamente solo en la neblina y sin nadie que se asomase desde ninguna ventana.

Sus ojos se desorbitaron y cayó en gran confusión, más con sus últimas fuerzas corrió hasta su caseta, cayendo varias veces en el camino, aunque se incorporaba instantáneamente y continuaba corriendo absorto de un pánico irrefrenable.

Finalmente, David, se desplomó en su caseta. Su santuario.

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