jueves, 2 de julio de 2015

Capítulo III

III

Al llegar a la puerta, David no vio nada fuera de lo normal. Lanzó una mirada perspicaz sobre el reloj que hasta ahora marcaba el mediodía. Pasó velozmente a la cocina y preparó algo para merendar de lo cual comió un poco y dejó casi todo para Ka, quien no demoraría en despertar.

Volvió a subir, esta vez a su habitación, pasando con mucha cautela frente a la habitación de Ka. Estando allí se acercó a su armario de roble curado y debidamente barnizado del que sacó su atuendo habitual para trabajar, entre lo que se hallaban varias bufandas, un gorro de lana, guantes y dos pares de medias, pues el frío que traía consigo el invierno le carcomía hasta lo más profundo de los huesos.

Se cambió rápidamente y en cuestión de minutos estuvo listo para partir. Entre tanto, Marion yacía acostada en el colchón de Ka, somnolienta y un poco afiebrada. Organizó un tanto su habitación y vació los baldes donde se recogía el agua que caía de las goteras más grandes, pues no contaba con suficientes recipientes para cubrirlas todas y sabía que hoy muy seguramente llovería.

Bajó nuevamente las escaleras y al abrir la puerta escuchó un escándalo irrefrenable seguido del avistamiento de un ente que le esperaba con gran paciencia justamente en el pórtico de la casa, el cual saltó a su encuentro
.
Era Phil, su compañero de trabajo, a quien había quedado de acompañar a hacer una “diligencia” antes de dirigirse a laborar, y de la cual se había olvidado por completo, quien entre carcajadas y bullicio le saludaba.

- ¡Maldita sea, Phil! Exclamó intentando recobrar el aire que se le había escapado como respuesta a tan estruendosa sorpresa. ¡Casi me cago del susto!

Se notaba que recién había dejado escapar un cigarro de entre sus dedos, blancuzcos y delgados, con las uñas sucias y algo corroídas por los gajes del oficio, pues el aroma tan característico del tabaco todavía se percibía en el aire.

David siempre asimiló a Phil con una máquina a vapor, cuyo sistema inhalaba enormes bocanadas de humo blanquecino, casi como su rostro y su cabello, con sus ojos cafés resaltados por ojeras que llevaba consigo desde su adolescencia tardía. Su dentadura, algo amarillenta por todos los años que llevaba consumiendo tacos de cáncer, aparecía con mayor frecuencia de lo deseada, pues era Phil un pésimo bromista, quien a pesar de esto se reía enérgicamente de sus propias chanzas, mas era su risa algo aguda y pegadiza lo que en realidad causaba la gracia del asunto. Su cabeza era cuadriforme, cubierta por un manto blancuzco, casi imperceptible al ojo descuidado, acompañada por un cuerpo delgado y desnivelado, cuyas extremidades se movían de forma arrítmica e independiente, lo que le daba un aspecto aún más mecánico, acompañado de ropas de antaño que le proporcionaba el aire excéntrico, casi ridículo, que terminaba de componer aquél cuadro.

Se saludó, ahora más amistosamente, con Phil quien le hizo muecas para indicar que se le hacía algo tarde para su compromiso. David se asomó una última vez hacia adentro de la casa y al notar un silencio fúnebre decidió emprender su camino sin decir adiós.

- Ha venido Marion otra vez, se ha pasado fastidiando todo el día.

Phil le miró de reojo y entreabrió la boca como si las palabras quisiesen escapar de entre sus fauces, pero las contuvo y exhaló el vapor en el que las frases líquidas se habrían convertido al hervir desde sus entrañas.

Continuaron caminando en silencio en dirección a la plaza central de la ciudad, atravesando avenidas repletas de hombrecitos cortados perfectamente a la medida, todos de traje y corbata, con zapatos relucientes que centelleaban al compás de la marcha que se escuchaba al unísono, como si hubiesen copiado el anuncio de un catálogo de revista cientos de veces dando vida a seres bidimensionales compuestos, mayormente, por una gran avaricia, sistematización y una ínfima porción de libre albedrío.

- ¿Ves a todos esos “empresarios” y asalariados? – Preguntó Phil –  Te puedo apostar lo que quieras a que todos y cada uno de ellos debe tener grilletes amarrados a sus pies y manos debajo del paño que llevan puesto. Cadenas de opresión que les colocan como distinción ante su necesidad de obtener dinero para subsistir. Aunque la peor forma de remunerar un trabajo bien hecho es de forma económica, pues me pregunto ¿qué mayor satisfacción que ser reconocido por tus dotes y talentos? Pero insisten en esta práctica vulgar de intentar compensar con dinero ese desprecio que se encuentra oculto al “apremiar” a alguien por su buena labor con algo tan efímero y banal.

- ¿Te has escuchado últimamente?, Dijo David con un tono algo despectivo y burlón. A lo que Phil respondió con una sonrisa tímida y frágil.

Finalmente estuvieron frente a la gran catedral, cuya entrada rugía hacia los transeúntes y mendigos que se regocijaban en la sombra de tan imponente símbolo de opresión.

Sonaban las campanas de la iglesia. El ganado humano que allí se conglomeraba para entrar al recinto se movía a un paso aletargado, semi hipnótico. La gente asistía con gran devoción a este negocio, donde a cambio de todo el dinero aportado, recibían palabras de consuelo y esperanza, basadas en un libro tan modificado y esculpido conforme a la doctrina esclavizante, que daría cabida al negocio más grande jamás inventado por el hombre.

Mientras David observaba con algo de disgusto la procesión que allí se llevaba a cabo, Phil se reunía con sus hermanos en cristo saludándose con una cordialidad inesperada, casi artificial.

- ¿Entrarás conmigo?, Preguntó Phil, ahora con una sonrisa que le llenaba toda la cara.

- Sabes que no soy esa clase de persona, ya sabes, a esos a los que les gusta que le endulcen el oído con palabras de aliento que, muy probablemente, se quedarán sólo en eso… palabras.

- De todas formas rezaré por ti.

David le observó e hizo un gesto de disgusto. Phil dio media vuelta y continuó con su camino iluminado por el centellear del oro que adornaba la catedral y que palidecía con el reflejo de las luces apuntadas hacia un salvador crucificado, de expresión demacrada.

Era notoria la diferencia social de quienes allí entraban, pues aquellos entes que demostraban su opulencia eran cordialmente bienvenidos e invitados a las primeras filas, como espectadores rapaces quienes cargaban con las ofrendas y diezmos más jugosos y apetecidos por este hambriento negocio.

Mientras tanto, los mendigos y personas de clase baja eran, algunas veces, apartados o dejados atrás, sin contar con que ellos también alimentarían a esta avariciosa entidad a costas de su propia subsistencia. Aun así, aquellas personas luchaban por entrar y tomar más fervientemente las palabras de consuelo y ánimo que allí fueran mencionadas, ya que, a diferencia de muchos, ellos sí las necesitaban y, para algunos, era esta la razón para continuar con vida en una realidad tan decadente que les había llevado a la extrema situación de tener como único soporte una cátedra que habría podido ser hallada en cualquier libro de ayuda o superación.

David dio la espalda a esta realidad y se dirigió hacia un vendedor que se hallaba bajando las escaleras, un hombre chaparro y de aspecto algo dejado. Pidió un hot dog, lo cual sería su almuerzo y cena, que devoró con gran apetito.

Ya habiendo comido, se sentó en los tres primeros escalones de la catedral, al lado de pordioseros y mendigos, a contemplar el hermoso atardecer que pronto tendría lugar, donde la luz atravesaría la plaza central, y el obelisco alcanzaría con su sombra las escaleras compuestas por lajas superpuestas y debidamente pulidas, un poco más limpias que de costumbre por las recientes lluvias que refrescaban con una delgada capa de rocío los recintos que se encontraban alrededor.


Cuando Caroline despertó, Marion ya se había marchado. La casa estaba deshabitada y se formaba una pequeña penumbra por el anochecer que ya se aproximaba.

Ka se hallaba en el primer piso, en la sala, tendida en el sofá con un libro entreabierto sobre sus firmes pechos. Se incorporó algo asustada y clamó el nombre de David varias veces, al no obtener respuesta se apresuró hacia el reloj que marcaba las 4 de la tarde.

- Debió salir temprano para el trabajo, susurró para sí, juntando el dedo índice con el pulgar frente a su boca, los cuales mordió de forma suave y meditabunda al terminar de pronunciar dichas palabras.

Continuó avanzando hacia la cocina, donde encontró el desorden dejado por Marion. Se agachó, y al tomar una olla que se encontraba en el suelo notó una mancha de sangre que recubría un costado del elemento que ahora sostenía.

Se contuvo en sobremanera, pues la sangre era, para ella, algo escandalosa. Dejó con gran cautela la olla en el lavaplatos y se lavó las manos unas tres veces seguidas, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Desde su adolescencia siempre tuvo esta reacción instantánea al ver sangre. Al terminar de refregar sus manos con desesperación, dio vuelta y notó que los demás implementos que allí se encontraban regados también estaban manchados de sangre. Dicha imagen le produjo unas náuseas incontenibles y se vio obligada a vomitar en el lavaplatos, pero al no haber ingerido nada desde la noche anterior, cuando David le había alimentado con pan y agua, lo único que emergía de sus adentros era un líquido amarillento y de sabor amargo.

Intentó reponerse y, por el momento, irse de este sitio. Entrecerró los ojos y con cuidado de no tocar nada que ahora reposase en el suelo, avanzó hacia la salida de la cocina, donde al llegar, sintió un pequeño alivio entre tanta turbulencia generada por semejante pequeñez.

- Por esta clase de mierdas es que todos te odian, Marion. Dijo a media voz mientras se apoyaba contra el marco de la puerta, todavía débil y desorientada.

Debido a este incidente, Ka, ni siquiera se fijó en el alimento que David había dejado para ella. No se había bañado en días y llevaba pijama desde su último lapso de memoria, dos noches atrás.

Subió delicadamente al segundo piso, dando cada paso con dificultad. Los escalones que se encontraban frágiles ni siquiera sintieron el peso que Ka ejercía, pues desde aquel incidente se encontraba en un estado de leve desnutrición que había venido empeorando a medida que pasaban los días.

Al encontrarse frente a su habitación notó que la puerta del cuarto de David se encontraba entreabierta. Se escabulló por entre la apertura procurando siquiera tocarla. Cuando estuvo adentro del cuarto notó que la cama estaba recubierta por una gruesa capa de polvo, se acercó hacia esta y pasó su dedo por encima para comprobar qué tan sucio se encontraba todo ¡Maldita sea, Ka! ¿Cuantas veces te he dicho que no toques mis putas cosas? ¡Lárgate de aquí! –una voz del pasado retumbó en la mente de Ka, al tocar el cubrelecho gris con franjas azules.

Asustada e invadida por una sensación de congoja, se apartó de la cama de un salto, pues tales palabras sonaron con tal vividez como si alguien se las hubiese gritado al oído. Y era la esencia melancólica de David la que permanecía en esta habitación, dejando un sosiego tibio y vacío como el que le proporcionaba, la mayoría de las veces, su compañía.

De repente fijó su atención, cabizbaja, en el sillón donde David se postraba durante horas, percibiendo hasta lo más recóndito que sus sentidos le permitiesen. Se acercó dando pasos cautelosos, como si evitase memorias que transcurrían a la par en su realidad, algunas dolorosas, otras llenas de regocijo, pero era claro que todo aquello cuanto veía era anterior al incidente que tuvo las más graves repercusiones en ella. Prontamente se sintió a desfallecer, y se dejó caer en el sillón que escupía recuerdos a sus oídos, rasgando sus tímpanos, dando paso a las gotas cristalinas que corrían por sus tersas mejillas.

Mientras su cuerpo se desleía entre los recuerdos que le apuñalaban el alma con agudas vivencias, sus lágrimas caían al sillón donde David encontraba su único regocijo y amparo. Estuvo allí sollozando amargamente mientras las épocas de felicidad y gozo se posaban diáfanas ante sus ojos con una nostalgia inconmensurable, aquella con la que se aprecia algo que fue y nunca más será, pero al intentar cerrar sus ojos sólo conseguía hacer más vívidas aquellas visiones que le llevaban a la desesperación.

- Te detesto. ¡Maldito seas, TE DETESTO! Gimió con dolor mientras las perlas cálidas rodaban inclementes por los precipicios de su rostro.

Intentó contenerse, enjugando sus lágrimas con sus antebrazos blancos como la nieve, pero al notar el incesante escape de la máxima expresión que pudiese brotar de aquella mujer, pegó su rostro contra el sillón e hizo un esfuerzo sobrehumano por mantener sus ojos cerrados, lo que finalmente le llevó a un estupor profundo.


Se encontraba ahora en un limbo entre el sueño y la vigilia, llevada por un pesado adormecimiento, empero, continuaba con los ojos entreabiertos, y al mirar hacia la ventana por la que entraban los últimos rayos de luz, aquellos que se logran divisar antes de que el sol pereciese en el espectáculo inmarcesible que representaba para ella el ocaso, divisó los arreboles que se perdían en el horizonte como si estuviesen llamándola, incitándola a escapar. Sin embargo fue, finalmente, el hambre la que la sacó de tal estado de estupefacción somnolienta.

Se dirigió hacia la cocina donde ya todo se encontraba a oscuras y esto le permitía eludir las visiones de sangre que le aterraban.

Se acercó con cautela a un plato que se hallaba sobre la mesa, el cual no había visto anteriormente por el pánico generado por las chanzas de Marion.

- Queso y pan viejo, una vez más… ¿Por qué no me dejas mejor un poco de cicuta?, Pensó mientras tomaba y engullía el pan ya blando y rejudo, acompañado de un queso desabrido y de contextura pastosa.


Se duchó a prisa por falta de agua caliente y prosiguió a vestirse y emperifollarse con maquillaje y perfumes que guardaba con gran recelo.
- ¿Por qué la belleza ha de depender de parámetros impuestos por los medios?, Pensó de súbito al florecer la idea que le había implantado su propio reflejo demacrado en el espejo. ¿Acaso la hermosura que se percibe es solamente un paradigma impuesto por una mentalidad colectiva?

Observaba, ahora, su imagen reflejada en el vidrio del reloj de piso, que se encontraba cerca a la entrada, el cual marcaba las 6 pasadas.


 - No, eso no es belleza. Continuaba monologando. La verdadera belleza reside en el aprecio de hechos comunes y corrientes, el caos y la decadencia que habita en nuestra realidad monótona y fría. Lo bello… Suspiró profundamente. Lo bello es apreciar la mierda de vivir.


Caroline, sílfide, sonrió frente a su reflejo.

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