jueves, 27 de agosto de 2015

Capítulo XI (II)

II

El invierno empezaba a tomar fuerza, las decoraciones navideñas no se hacían esperar y capas de granizo recubrían el campo mientras observaba, a través de la ventana, caer llovizna leve y delgada, como si estuviese especialmente diseñada para apenas sentirla. El rastro le había llevado hasta un pequeño pueblo fronterizo al que pronto llegaría recurriendo únicamente al “aventón”, después de haber bajado del autobús que había tomado desde su ciudad natal, el cual le permitió conocer muchas personas e historias en el camino, algunos habían escuchado a cerca de su amada, una persona extraña de por sí, alegaban, otros demostraban, en algunas ocasiones, malas intenciones por lo que David había tenido que escapar en repetidas ocasiones del automóvil en el que se movilizaba.

En esta ocasión se encontraba a bordo de un tractor de carga que transportaba enormes troncos, recién cortados de los cerros orientales, hacia pueblos que darían la forma de muebles y demás objetos finales de éstos seres vegetales ya muertos. Pasaron una señal de carretera, casi invisible por una delgada capa de hielo que recubría el anuncio azulado, lo que generaba un fuerte reflejo de la luz en el mismo, que indicaba que el próximo pueblo se encontraba a 32Km de distancia. El letargo de las noches sin descanso y la inactividad aparente, oprobiaban el estado de ánimo del conductor y el acompañante.

De la nada apareció un automóvil pequeño, a gran velocidad, el cual aceleraba presurosamente, lo que le hacía resbalar sobre el asfalto recubierto por una delgada capa de hielo, este automóvil en su apuro, perdió el control y por poco, al intentar rebasar el tractor, resulta arrollado por el mismo, a lo que reaccionó con un fuerte sonar de su claxon y varias vulgaridades que eran lanzadas con el miedo que permanece posterior a estar cerca de causar un accidente de cualquier índole.

- ¿Qué putas fue eso? Preguntó David al despertarse azarado tras las fuerte sacudida del tractor en el intento de evitar la colisión.

- Un maldito loco que no ha aprendido a conducir. Respondió Juan, quien se había espabilado tras dicho acontecimiento y ahora sostenía con fuerza el timón de la bestia que impulsaba su preciada carga.

Juan era ingeniero químico que trabajó para el gobierno en sus años gloriosos, pero enfrentó cargos por desarrollo de armas biológicas ante la corte internacional, por lo que fue destituido e inhabilitado de por vida para ejercer su profesión.

Se encontraba bastante obeso y descuidado, con cabello castaño y crespo, una barba espesa y ojos verdes resaltados por el contraste de sus mejillas rojizas y su frente que denotaba indicios de una inminente calvicie, cubierta siempre por una gorra de Texaco que llevaba a todas partes. David llegó a preguntarle si dormía también con la gorra puesta, cosa con la que rio a carcajadas, sin embargo, generó un poco de molestia en Juan.

En la distancia, a pesar de la visión reducida por la espesa neblina, particular de las zonas más frías de Colombia, se lograba divisar las primeras luces del pueblo en el ocaso.

Era un pueblo, más bien pequeño, con personas corrientes, que vivían del campo y el comercio. Como es usual en este tipo de lugares, la mayoría de residentes se conocían entre sí, y quienes pasaban por allí eran reconocidos inmediatamente en visitas posteriores, siempre con un trato bastante fraternal y acogedor.

Al llegar allí el sol se había puesto casi por completo y los vientos helados se arrebataron, lo que les obligó a detenerse a la entrada de una fonda donde habían otros automóviles, de diversas formas, tamaños y colores, estacionados, sin embargo, la mayoría, eran camiones o vehículos medianos usados para transporte de cargas y encomiendas.

Juan tomó su gruesa chaqueta de cuero beige para el frío, mientras David se estiraba tras un largo y plácido sueño, el cual lograba únicamente al viajar.

- Entraremos aquí. Repuso Juan. Es un buen sitio, bastante acogedor. Vamos te presentaré con el dueño del lugar y su hermosa hija.

David le observó de reojo, más sin poder negarse a entrar a este sitio, tomó su abrigo y bajó del camión.

La ventisca se hacía cada vez más fuerte, y la visibilidad se perdía a medida que la velocidad del viento aumentaba.

Él le gritó desde la entrada, donde le esperaba con otro personaje, un amigo con el que seguramente se había reencontrado dentro de aquél sitio. David se dirigió lo más a prisa hacia la puerta del recinto.
Entraron al sitio, un bar repleto de camioneros en extremo obesos o delgados, sin compostura ni modales, todos se hallaban en una euforia alcoholizada que se podía palpar en el ambiente.

Los gritos y carcajadas se escuchaban por doquier, perdidas entre la música que retumbaba proveniente de una enorme rockola multicolor situada entre las meas y la entrada al baño.

Toda la fonda estaba hecha en madera, muy al estilo antiguo, con manchas de bebidas alicoradas y demás fluidos emanados en las noches de juerga que perduraban en el suelo de este lugar. El segundo piso se encontraba aún más abarrotado, a pesar de esto, en todo la fonda, sólo habían dos o tres mujeres, sin contar las dos camareras que repartían las cervezas frías en enormes vasos chorreantes de espuma fría y saciante, a los clientes, algunos sentados en sus bancas, otros de pie, abrazados, unidos en un lazo fraternal del alcohol.

Hallaron un lugar en una mesa mediana, donde habían otros tres camioneros, quienes al parecer eran buenos amigos de Juan. Le invitaron uno de esos vasos de cerveza que, más que un vaso, parecía una jarra, la cual bebieron entre chistes y chanzas entre ellos. Entretanto David les escuchaba con detalle, sonriendo francamente cada que una de sus bromas le causaba gracia.

- ¿Y este chaparro? Preguntó uno de los camioneros al cabo de un rato, al notar que no había pronunciado palabra alguna.

- Él es David, está en busca de su mujer que huyó hace varios días hacia el norte.

- ¿Qué le hiciste para que tuviera que huir? Preguntó con un tono serio, casi desafiante.

David le observó interrogante.

- Todo fue un malentendido. Respondió brevemente.

- Siempre somos malentendidos, es más, ¡dudo que las mujeres puedan entenderse a sí mismas! Bramó uno de los camioneros que le acompañaban a la mesa.

Al escuchar esto, toda la mesa carcajeó con gran ímpetu, proveyéndole, inherentemente, la aceptación en el círculo de bebedores al que había ingresado.

- He escuchado muchas historias, y creo que la tormenta no cesará en un buen rato, así que te pido que nos cuentes lo que te ha llevado a realizar tu odisea. Clamó quién le preguntó en primera instancia, mientras pedía otros dos vasos de cerveza para cada quien sin haber acabado la que sostenían entre sus regordetas manos.

Pasaron las horas mientras David contaba con gran detalle, aunque obviando ciertos hechos que le hubieran causado el repudio de tales acompañantes. Entre jarras de cerveza se iba tornando el ambiente algo cálido, la lluvia no cesaba de caer y dentro de unas horas, con suerte, el sol volvería a iluminar su andar.

Al terminar de contar su historia, todos los acompañantes se hallaban abrumados por su relato; conmovidos, le desearon la mejor de las suertes en su búsqueda, y le dieron indicios de una mujer que, al igual que él, había pasado por este lugar hacía varios días, a bordo de la camioneta perteneciente a una pareja de campesinos que se regresaban al pequeño pueblo de Santa Cecilia para las festividades.

Habiendo escuchado esto, el ánimo de David retornó a sí, el entusiasmo desbordaba su ser, acompañado por el sosiego de la leve ebriedad, la cual le había generado unas ganas irrefrenables de ir al baño, por lo que se incorporó y dando tumbos, chocando con las demás personas, en igual o peor estado en el que él se encontraba, llegó hasta la rockola que todavía seguía tocando alegres tonadas, donde tuvo que apoyarse para recuperar un poco su equilibrio, mientras sonaba una canción que le recordaba a su amada.

Más aquel momento, cuando David entró en el baño de ésta fonda, ni de tan mala muerte como había percibido, donde incontables transportistas habían dejado al descubierto su sexo desnudo, pudo sentir cómo su realidad se desdoblaba en vibrantes ondas de silencio; logró comprender y trazar la ruta que le llevaría a encontrar su, hasta el punto de inflexión, reconocida, amada.

Ella se hallaría en un camino hacia su felicidad, su sueño inconcluso y eternamente inalcanzable, una utopía donde no hubiese campo que diera lugar al hambre, la incertidumbre o el desconsuelo que amargamente trastornaba sus noches cubiertas por un lúgubre faro posado a miles de kilómetros sobre su cabeza, el cual alcanzaba a iluminar, fría e indiferente, su existencia.

Al regresar a la mesa, sintió una grave pesadez, la charla había perdido totalmente el sentido y sus oídos cansados dieron paso a un sueño por intervalos, pero bastante reparador. Cada vez que volvía en sí, encontraba menos gente en aquél lugar, los asistentes se iban desvaneciendo como siluetas multiformes que se escabullen en la penumbra previa al amanecer.

Cuando los rayos del sol golpearon su rostro, despertó paulatinamente en una resaca bastante cruda.

 En su mesa se encontraba Juan, todavía hablando con uno de los acompañantes que se había quedado allí toda la noche; otro se hallaba recostado sobre sus brazos en un profundo sueño, más no pudo divisar por ningún lugar a quien la noche anterior le había preguntado por Caroline y la historia que le acompañaba.

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